www.cubaencuentro.com Martes, 18 de mayo de 2004

 
Parte 2/3
 
Carta a Estée Lauder
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Dicen los que saben que en 1930 pidió pista, casándose con un empresario textil de nombre Joseph Lauter, que le dio agua, caminos y escuelas, y le prestó el apellido para que lo cambiara por algo más chic, que pegara, como los primeros mejunjes faciales que comenzó a preparar en la retorta de un laboratorio que su tío, un tal John Schotz, farmacéutico y húngaro, tenía en un establo detrás de la casa. Él le enseñó todo lo que hay que saber sobre la piel. Yo también pienso que hay que saber todo sobre la piel. Desperdiciar un visón o conformarse con un abrigo de mal conejo es imperdonable. La ubicación del local de marras me huele mal, y me inclina a sospechar seriamente del origen de las primeras materias primas que logró que las americanas se pusieran en sus rubicundos rostros en sus inicios. No me extraña la cantidad de rubias con cara caballuna que vi en el cine de la época.

Y en aquel justo momento llegaron la crisis mundial y Gerardo Machado, como para comenzar a ablandar los músculos faciales de mi pueblo. A partir de ahí lo que comenzó a caer no fue maná precisamente. Pero usted era lo más insistente que habían parido por allí por Queen, y se metía en las peluquerías con sus potajes, y agarraba a las pobres infelices atrapadas debajo de los secadores antediluvianos aquellos, que parecían el casco perfecto para el peinado de Celeste Mendoza o Mars Simpson, y ahí mismo aprovechaba para embadurnar a Malanga. Ahora que lo pienso bien, en mi país fueron desapareciendo aquellos extraños tarecos en los salones de belleza, no sé si por falta de piezas o por que consumían mucha electricidad. Tal vez alguien pensó que para calentarle la cabeza a las mujeres ya estaban el órgano oficial del Partido y la televisión.

Dicen también que era usted osada al extremo, y detenía a mujeres en la Quinta Avenida para mostrarles sus productos. En la Quinta Avenida de mi país también hicieron lo mismo, y en otras avenidas también, pero dudo mucho que fuera por algo relacionado con la belleza. Y claro que ese carácter suyo le iba a hacer triunfar. Lo declaró más tarde, ya con el negocio aceitado: "Yo nunca he trabajado un día en mi vida sin vender. Si yo creo en algo, yo lo vendo, y lo hago agresivamente".

Eso explica por qué la revista Times la incluyó entre los 20 genios de los negocios más influyentes del siglo XX. Era la única mujer, y dejaron fuera al Estilista Mayor de mi país, aunque tal vez ése ocupe otro renglón, y mucha gente —sobre todo los de tal revista— no vea lo suyo como un negocio, aunque si le explico todo lo que ha hecho por la onda cosmética, tal vez se aconsejen y lo cuelen en el listado. Su entrada al mercado fue en 1953 con una fragancia escandalosa: Youth Dew —Rocío de juventud—. También nuestro especialista se lanzó ese mismo año, infraganti y con juventud, y no vea qué escandalosa fragancia ha dejado.

Más tarde se instaló totalmente en la moda, y comenzaron las genialidades. Porque desde que llegó ese compañerito al salón de belleza, como que cambió los cánones. Eso de las mujeres arreglándose, emperifollándose, perfumándose y etcétera olía demasiado a la etapa anterior, felizmente superada gracias a sus esfuerzos. Esas hembras depilándose eran todas unas batistianas. Se acabó la esencia y empezó la guachipupa.

Llegó un momento en que acostarse junto a la mujer propia era lo mismo que compartir colombina con el primo Robustiano, guarda forestal en Baracoa, porque a este genio se le ocurrió suspender las reinas del carnaval, y le dio porque la belleza estaba por dentro, y qué cosa es esa de que la mujer sea un producto y no sé cuántas blasfemias estéticas más. El modelo elegido era tirando a Petra Almaguer, con olor a trapiche y piel de jubo, y el rostro femenino, mientras más firmeza y odio al enemigo mostrara, mejor. Era lo más parecido a yacer pegadito al General Antonio con cólico nefrítico cuando no había agua en el campamento. Casi era preferible dormir junto a Toshiro Mifune, que al menos uno sabía que se podía hacer el harakiri en algún momento de la película.

Pero de esa batallita salió derrotado, sin que se hiciera mucho aspaviento con su error, porque la mujer cubana venció las dificultades y siguió siendo femenina aunque para abrir los ojos al día siguiente hubiera poco menos que ponerle la cabeza a hervir, con aquellos párpados sellados por el betún que se había puesto en las pestañas. ¿Tinte? Usted no sabe cómo se consumió papel cabrón en aquellos años. Y en los maquillajes, qué le voy a contar, si los siboneyes eran la mata inventando piedras trituradas, así que las féminas siguieron siendo apetitosas y bonitas, y dejaron de parecerse a Katiuska la del tanque, aunque a mediodía el maquillaje se les diluyera como pócima de meiga. Que conste que hablo de las plebeyas, porque las cónyuges, concubinas, medias naranjas y naranjas enteras, arrimadas, favorecidas, protegidas, novias y noviantas, amantes, amantas y amarantas de los jerarcas, siguieron chapeadas a la antigua, usando productos batistianos, allá en los limbos inalcanzables, atrasadísimas, sin que el socialismo les llegara al tobillo.

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