www.cubaencuentro.com Martes, 18 de mayo de 2004

 
  Parte 2/3
 
Carta a Antonio Meucci
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Del otro lado de la línea, o de lo que debe ser una línea, allá en Bayamo, apareció como por arte de magia, mi padre, con una voz parecida a la de Carlos Manuel de Céspedes el día que prescindió de sus oscuras fuerzas productivas. Se escuchaba fatal, como si Pinocho hubiera localizado a Geppetto dentro de la ballena. Ruidos parásitos, gruñidos, ecos, hienas fornicando, alzadoras de caña a todo meter, lavadoras Aurika en campaña, eructos de orishas, explosiones, estáticas y parásitos haciendo ruido. Pensé que me había equivocado al discar y, por esas alegres cosas de la vida, comunicara con la sala de calderas del infierno. Y no, era mi padre desde mi pueblo natal, pero daba la impresión de que el pueblo seguía ardiendo.

Volví a repasar la definición de teléfono que ofrece la enciclopedia: "dispositivo de telecomunicación diseñado para transmitir… etc.", y en mi afán hurgatorio, meñiquista, científico e insaciable fui a más, y hallé que: "Desde su concepción original, se han ido introduciendo mejoras sucesivas, como el micrófono de carbón, que aumenta de forma considerable la potencia emitida, y, por tanto, el alcance máximo de la comunicación". Qué bien, y yo sin saberlo, mire usted, sin darme cuenta del alcance tecnológico que tenía la guaracha que cantaba Miguelito Cuní.

No satisfecho, apabullado por aquel cráter volcánico donde se distinguía, a duras penas, la voz de mi progenitor, seguí avanzando en los avances, y entre las mejoras introducidas citaba: "La introducción del micrófono electrec, prácticamente usado en todos los aparatos modernos, que mejora de forma considerable la calidad del sonido". Hum. Valoré esta vez la posibilidad de convertirme al budismo, y si era zen, mejor. Cuando uno es machacado por nuevas desgracias tras una crisis de fe, se aferra a cualquier cosa, y yo estaba a punto, como buen oriental, de colgarme en vilo de cualquier religión oriental, aunque llevara la horrenda costumbre de hacerse el harakrishna, ese doloroso acuchillado de vientre, en caso de deshonor.

Nada decía la modernísima definición de teléfono sobre las toses, carraspeos, susurros y otras expresiones gruturales que rodeaban la voz de mi padre. ¿Será que los micrófonos de los teléfonos cubanos llevan un cabrón especial que reverbera? ¿Le instalan un escuchador profesional para romper el bloqueo? ¿Una nueva red avispa, avispando para prevenir actos hostiles? ¿Un tercer hombre, un convidado de piedra pómez, un chismoso con salario, una guataca profunda, una madrastra estatal entre padre e hijo?

No di pie con bola y me resigné a disfrutar de la cavernosa voz de mi viejo. Cauteloso pero lleno de cariño, pensando que en Bayamo los innovadores habían logrado implantar ese nuevo aditamento ideológico al aparato —hablo del teléfono, señores—, no quise meter a mi viejo en candela y en mis primeras frases intercalé algunos términos del lenguaje cubano moderno, que he actualizado leyendo la prensa actual. Está claro que no logré verle la cara a mi padre cuando pronuncié, con mi impecable acento bayamés, los términos claves: "despreciables lacayos", "grosera manipulación", "asesina ley", "mandato espurio", "desvergonzados", "cínicos", "repulsivos testaferros" y "lamebotas".

Cuando el autor de mis días, notablemente afectado por mis incomprensibles rebuznos, preguntó qué había fumado yo esa tarde, o a qué me refería, le solté la joya de mi corona, la cumbre de mis consignas: "Papá, no te preocupes, hablo de quienes han jugado un ignominioso papel, en contra de la voluntad de sus pueblos". Estoy seguro que el viejo pensó que el colesterol me había jugado una nueva mala pasada, pues jamás me había escuchado decir el adjetivo "ignominioso". Supongo que se tranquilizó al oír que hablaba de papel. Nada más normal para un escritor que hablar de su papel en esta vida. El mío es bond. James Bond. Entonces le hablé de usted.

Le conté a mi azorado padre, que estaba en la punta de un cable —no el que se comía, sino el otro, el de escuchar— a miles de kilómetros y en medio de inexplicables sonidos cósmicos, que todo el mundo tenía a Graham Bell por el inventor del teléfono, cuando en realidad sólo había sido un avispado inventor que supo patentar el aparato que hoy usan millones de personas, sin patentizar antes su admiración por el italiano que le precedió en ello.

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