www.cubaencuentro.com Martes, 18 de mayo de 2004

 
  Parte 3/3
 
Carta a Antonio Meucci
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Del otro lado de la línea telefónica, mi padre y el anónimo oreja se quedaron pasmados cuando les conté que el italiano era usted, y que había nacido en 1808 en San Frediano, cerca de Florencia, donde había estudiado ingeniería mecánica en la Academia de Bellas Artes, ejerciendo luego todo tipo de ofidios para sobrevivir, y mantener así viva la llama de su inventiva y su curiosidad. Les dije que el "teletrófono" se le ocurrió en La Habana, a donde había ido a parar en 1835, taconeando en el teatro Tacón, que era, en esos entonces, la mayor plataforma artística del nuevo mundo, y donde no se permitían puyas ni chancletas, porque era un tacón muy elevado.

Sentí un graznido de asombro y satisfacción al continuar con su historia habanera y aquella especie de cura milagrosa que ofertaba usted, dándole corrientazos de electricidad a un burujón de timoratos y otros confiados enfermos ideológicos. Si no hubiese estado inventada la silla eléctrica, habría sido usted el precursor, porque se hizo muy popular en la capital cubana metiéndole chuchazos a cuanto infeliz se le arrimaba. Si aquel método no es el padre de los electrochoques, me hago vudú ahora mismo, que es más caribeño y familiar.

Sentí a mi padre, allá en el invencible y ardiente Bayamo, casi desfallecer de placer cuando le informé que usted casi tropezó con su descubrimiento. Sé que disfrutó mucho con la historia de aquella tarde en que se ocupaba de galvanizar a un amigo y lo dejó conectado para irse un momento a la otra habitación, tal vez a terminar una pizza o unos raviolis, y dijo cuatro cosas para su coleto, con la boca llena supongo, y en la otra punta de las conexiones de cobre, su paciente le escuchó más claro que lo que yo ahora podía hacer con quien me trajo a este mundo tan electrizado.

Entonces colgué, porque aquello me estaba costando un congo, y en definitiva no andaba muy seguro si del otro lado del teléfono estaba mi viejo o era el remedo de Sindo Garay que había elegido el Poder Popular para organizar los carnavales, con segurolo incluido en mi llamada del extranjero. Lo que me faltó por contarle a mi setentón interlocutor fue que usted vio un filón extraordinario en el casual descubrimiento y, a la marcheré, que es como se dice en italiano "a la brava", se pasó los diez años siguientes intentando perfeccionar aquello, en la gloriosa, bulliciosa y siempre venturada ciudad de San Cristóbal de La Habana, donde, cien años más tarde, había que caerle a gaznatones a los aparatos públicos para lograr una comunicación más o menos decente con la casa de la otra esquina.

Luego marchóse a los Estados Juntos, USA o Yuma, que es el procedimiento habitual cuando uno descubre algo en la Isla. Míreme a mí: cuando descubrí que me estaban sacando el níckel sin dejarme comunicar, desenrollé el cable y no paré hasta el Mediterráneo. Allá en gringolandia, instalado en la isla de Staten, siguió inventando de todo, pero sin poder registrar el teléfono a su nombre por dos detalles nimios: no tenía plata y jamás aprendió inglés, un par de defectos corregibles en otro tipo de individuos, pero no en su caso. Tal vez por haber elegido una isla para continuar con sus cosas.

Sé que en 1855 su esposa quedó paralítica, mucho antes de que la gente lo hiciera en Cuba por exceso de sangre en la soya, y usted instaló teléfonos en todas las habitaciones de su casa que le comunicaban con su taller, situado en otro edificio. Eso maravilló al mismo Garibaldi, que pasó un día por allí. Desconozco si el pobre guerrero intentó pedir pizza a domicilio usando su artefacto.

Recientemente le hicieron justicia. El 11 de junio de 2002, el Congreso de Estados Unidos aprobó una resolución reconociéndole como el verdadero creador de ese trasto que tantas nuevas plazas de trabajo ha posibilitado en Cuba. Nunca le dije a mi padre mis reflexiones en torno a esta historia, ni mis deseos de conversión mística, ni mi absoluta certeza de que usted había logrado su hallazgo en el sitio menos necesitado de ello. Si para llamar a alguien allí es más cómodo, típico, seguro y hasta folclórico, pegarle un grito bajo el balcón o desde cien metros de distancia.

Porque ese aparatico inocente, puesto en la casa de uno sobre el tapete de flecos que tejió una tía antes de irse a dormir sobre una mala tabla de pino, es un enemigo en el hogar. Uno más. O el peor. Sobre todo porque quien lo usa es el único que piensa que se está quedando sordo, porque casi no entiende lo que le dicen del otro lado de la línea. Qué bobería. Los otros, a través del cabrón patriótico que se le ha adicionado al micro, lo oyen todo clarito clarito. Y lo peor: lo graban, lo apuntan y le ponen muchas más libras a su pasado.

Con el bejuco público,

Ramón

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