www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
Parte 2/3
 
Carta a Tristán de Jesús Medina (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Así que ahora, y para no hacer el cuento muy largo, abreviaré. Me interesa muchíiiiiiiiisimo que los cubanos menores de 140 años te conozcan, hijo, porque veo cosas muy interesantes en ti, y también me da algo parecido a lo que en Jiguaní llaman "pálpito", que tienes puntos coincidentes, comunisísimos, con gente que vino después. Al menos entiendo que sería importante rescatarte, para que los cubanos de ahora vean cómo saliste de una asfixiante oscuridad para lograr la luz más noble y perecedera, aunque también se te enfriara sistemáticamente el reactor.

En tiempos de penumbra, si la palabra ilumina, pues usemos la lengua. Y en el uso de la palabra fuiste un maestro, pero no ha quedado casi nada de tu oratoria, y entonces me preocupo por aquello de que cayeron en saco roto. ¿Desde entonces estaba el saco así? Tendré que recordárselo a las autoridades del país. O a lo mejor fue que, como te trasladaste de zona, eso de estar hablando allá y acá, desestabilizó que recogieran tu iluminación oral.

Lo cierto es que la viudez te cambió de modo radical. Anoto también ese dato para las autoridades que llevan 45 años intentando hacer un hombre nuevo: si de pronto dejan viudos a los recalcitrantes, pudieran cambiar. Al morir tu mujer, Magdalena Junquera, se te nubló la vista y salió Dios de las sombras, lo que hace pensar que en tiempos de penumbra cualquier efecto lumínico se nota el doble.

Eras entonces un literato reconocido, un hombre galante y apasionado, y hasta melómano empedernido —según el libro Retrato de apóstata con fondo canónico, donde mi amigo Jorge Ferrer reunió ensayos, artículos y hasta un sermón tuyo, con grave riesgo de su equilibrio emocional—, que es algo que entonces no tenía un tratamiento muy científico, pero ahora te lo extirpan en cualquier policlínico de pueblo. Y entonces: ¡zas! ¡El alumbrón místico! El fogonazo fue tan fuerte que elegiste el sacerdocio, y entraste como seminarista en San Basilio Magno.

A mí no me resulta rara esa decisión. Tras una vida de basiliadera intelectual y carnal, un poco de freno en San Basilio hasta le da salud al cuerpo. Claro que hacerse cura luego de haber palpado carne a la brasa no es precisamente un mérito muy grande, aunque otros hablen de la fuerza de voluntad y la importancia de la renuncia a los placeres carnales. Ser vegetariano en la vejez me suena más a consejo médico que a amor al boniato. Ya se incubaban en tu luminosa y abultada cabeza frases como esta: "No hay hombre sin hombre", que me recuerdan aquella sentencia del filósofo Teófilo Stevenson: "la técnica es la técnica y sin técnica no hay técnica".

También parece que perfilabas este concepto vehemente: "Siente en mí la fuerza de la responsabilidad del ministerio inseparablemente de mi fe en Cristo, de mi amor, de mis simpatías a su cruz", que me estremece por coincidente con mi propia vida. No veas cómo sentí yo, en mi exterior, cientoypico de años más tarde, la fuerza y la responsabilidad del ministerio, que ya era distinto, y del interior, y que me hizo pasar las de Cristo, convirtiendo mi vida en una cruz con muy poco amor y ninguna simpatía.

Y te hiciste cura, que es hacerse creador. Aunque la cosa no fue tan fácil como pensabas, porque el obispo, el ingenuo catalán y ligeramente incómodo, Antoni María Clavet, se olía lo que iba a caerle a la madre iglesia contigo. Tal vez por eso yace incorrupto en la ciudad de Vic, mirando el techo, preguntándose por qué se dejó tentar y fue tan débil ordenándote sacerdote. Que digo yo que no era mala idea salvar tu alma del demonio, pero parece que ella no quería.

Allí mismo, en el seminario San Basilio, ordenado en agosto de 1856, pusiste manos a la obra, y durante dos años muy académicos impartiste clases de Física experimental a doce alumnos, y de Historia Universal a diez, lo que hace la bonita suma de veintidós cubanos echados a perder en tan poco tiempo.

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