www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
Parte 3/3
 
Carta a Tristán de Jesús Medina (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Entonces vino Madrid, las escaleras al cielo, y aquel sermón perdido, en el que comenzaste a alabar a la virgen María con tanto entusiasmo que las revistas porno de hoy día ofrecen una millonada a quien encuentre el texto. Ya, antes de salir de Cuba, habías hecho tus pepinos nuevos en un folleto piadoso, titulado El lirio de los mártires. Canto religioso en memoria de los cuarenta y un días de cárcel de Santa Filomena, que mirando el poco tiempo que estuvo esa señora en el tanque, se me hace que era agente, o que pactó con los carceleros, o estaba a punto de morirse y tuvieron que darle licencia extrapenal.

Con ese entrenamiento, nada mejor que lanzarte más alto, y alabar a María, que sigue encabezando el escalafón. No está mal hablar de la pureza y hermosura de sus ojos, del brillo impoluto de su piel, de la dulzura bienhechora de sus manos, de la virtud de su vientre que acogió a Jesús por obra y gracia de una genética incorpórea, pero cuando comenzaste a deslizarte ombligo abajo, los obispos se pusieron al borde del infarto y te mandaron para las duchas, porque andabas descocado y tirando pelotazos a las gradas de tercera. Y esa fue la primera muestra de tu capacidad para apasionarte y perder rumbo. No me extraña que luego te pasaras al protestantismo, que es un poco lo que comencé a experimentar yo mismo. Protestando y protestando se le inflama a uno la apóstata.

Tampoco me sorprende que diez años después de estar en Madrid te casaras nuevamente y cambiaras de religión, como ya dije. Te habían suspendido de sotana varias veces —una de ellas fue por contradecir el dogma de la eternidad de penas, y en ese terreno, estoy convencido que, ni el Vaticano, ni un orador enloquecido y su Consejo de Estado, te lo hubieran dejado pasar en ninguna época— y otras tantas intentaste regresar al carguito. Pero, Tristán, los hombres suelen ser muy desconfiados, y cuando ya cruzas una línea, es difícil que te crean los arrepentimientos, que hay maestros en eso de justificar errores y decir que has sido malo por culpa de otras circunstancias. Hoy te habría salvado quizás echarle la culpa al bloqueo, pero en aquella época la gente era más severa con las charranadas.

Y ya casi voy cerrando esta segunda misiva. Es una lástima que nos quede de ti sólo una imagen de tipo conflictivo, difícil, parlanchín y hasta algo vanidoso. Y algunos sonetos perfectos, la sonoridad de esa Canción del guajiro del Cauto, algunos ensayitos cortos, recetas médicas de los manicomios donde te hospedaste contra tu voluntad, la novela Mozart ensayando su Réquiem, y algún que otro sermón.

Lástima, te digo como bayamés y nativo de aquel horno insular llamado Cuba, que no quede más que polvo de memoria de tu magnífica Oración Fúnebre de Miguel de Cervantes, que leíste en 1861 por invitación de la Real Academia Española, en la iglesia de las Trinitarias. Nada queda sino el rumor y algunos apuntes de lo que sucedió esa mañana del 23 de abril, cuando de tu boca salió, vivito y coleando, con la gorguera colorá, enhiesto y muy brillante, Don Miguel de Cervantes y Saavedra, un poco manco del lado izquierdo, eso sí, pero palpitante en el esplendor de tu palabra.

Pensar que hay otros más demenciales, demoníacos y poco floridos cuyos discursos constantes no se pierden, así, día tras día, año tras año, perforando oídos con las mismas monsergas, me provoca más cariño hacia y ti y alguna conmiseración a tu mala suerte. Por eso me conmueven unas palabras tuyas, casi de las últimas, que siento casi mías: "Llevo heridas en mi cuerpo que la desesperación me abrió, porque mi cerebro no era mío". Qué casualidad, el mío tampoco, hasta que me lo llevé bien lejos una noche, y desde entonces resplandece y flota, y hasta saca la lengua, contento y agradecido, porque lo estaban haciendo pulpa desde otro púlpito.

Apostatándome que te recordaré siempre,

Ramón

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