www.cubaencuentro.com Domingo, 02 de enero de 2005

 
Parte 3/3
 
Carta a San Fang Kong
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Esa es la leyenda, y todo el mundo sabe que la historia es una cosa y la leyenda, otra. Leyendo la leyenda uno se llena de dudas, perplejidades y apéndices innecesarios, amén de monjes budistas, que están muy bien para el relleno, las películas, y algún corito multicolor. O para un espectáculo emocionante cuando se disponga un ejemplar ante nuestras narices haciéndose el hara krishna. La historia, sin embargo, es otra hectárea. Nos confunde sin divertirnos, así, al pelo, bruscamente, sin dejarnos el goce de la imaginación, salvo cuando uno se huele que hay gato encerrado y te están dando general por liebre. Y en el caso de la historia verdadera, eras, en general, un general, o al menos tenías ese rango, y con ello se pierde la cabeza cerca de cualquier caballo, que yo me sé el final del otro cuento.

Cómo un general chino llamado Cuan Kong llegó a ser San Fang Kong, sólo se puede explicar con la fonética y ciertas malas leches de los que mandan. De todos modos viviste en la época de los Tres Reinos, allá por el siglo tercero de nuestra era, entre el 220 y el 280, que parece una dirección de Nueva York o del reparto Siboney, pero eran años difíciles donde el arroz valía mucho.

Otros dicen que verdaderamente el culto a San Fang Kong —a mí me gusta más el culto africano a San Gandongo, aunque te digo que, en siendo culto, de cualquiera me cuelgo— surgió de otra leyenda, que inspiró una sociedad secreta llamada Cong Cun Sol, fundada a principio del siglo XX en pleno barrio chino, entre el alegre aroma del shop suey y las palomitas con salsa agridulce, que era una salsa distinta que tocaban las orquestas de la época. En esa vertiente, en vez de un chinódromo, había cuatro en mesa: los cuatro hermanos guerreros Lao Pei, Cuan Kung, Chiu Chi Lon y Cheong Fei. Debo aclarar, fonéticamente, que este Cheong no era un tipo chabacano y con mal gusto, sino un luchador por la libertad. Por una libertad. Por cierta libertad. O tal vez no, sino que era un luchador, Cheong y todo.

Si creemos eso, nos cargaríamos la posibilidad de que hubieras desembarcado en Cuba, con altar, adminísculos y libro de instrucciones, allá por 1893. Tuviste que esperar a 1925, para que llevaran desde Hong Kong un altar con todos los hierros, y la gente comenzara a asociar a la Bárbara de manto rojo que perdió la cabeza, con Changó con conocimiento, trepado en bestia galopante. En el tejido de los tres santos hay rayos y truenos, sangre y hagan fuego señores. No es extraño que el cubano de a pie —que vio por fin el daño que hace un caballo— decidiera mezclar los tres elementos, echar humo de breva y soltar un siá cará, buscándote un lugarcito en el panteón, para estar en buenos tratos con católicos, orishas y zenes de cualquier tipo o tamaño.

A eso se le llama sincretismo, que nada tiene que ver con el secretismo ejercido por el Estado. De ahí tal vez venga esa tendencia monjil que nos ha hecho practicar, muy en secreto, esa variante caribeña llamada mutismo zen. Vale más ser sincréticos que concréticos, y si no, que alguien me hable de las microbrigadas. También fue decisiva la tradición cariñosa de nuestra cultura, en la que toda mulata amancebada era capaz de decirle al asiático de turno en la convivencia "mi chino" y hasta "mi santo".

Las muchas ventajas que tiene afincarse a tu veneración están a la vista. La primera es saber que uno tiene al chino frente a sus ojos y no la mala sombra que da un chino atrás. Y otra, así sacada a la ligera, es que brindas, con su semblante sereno y de imperio celeste, la coartada perfecta en caso de persecución a nuestra fe. Si algún compañerito te ve en el altar de la casa, se le puede argumentar que eras un combatiente chino de la liberación; un subalterno del viejo Mao, un mártir de la causa; un camarada que vela de reojo para encenderle la leva al tigre de papel, y al que le pides arroz a fin de mes.

Achinadito y con chin chin,

Ramonchín

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