www.cubaencuentro.com Domingo, 02 de enero de 2005

 
Parte 3/3
 
Carta a Manuel Saumell
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Si tenemos en cuenta que El somatén significa "Somos o estamos atentos" o "Te tengo en la mirilla", y puede confundirse con la función o intención de esa organización de masas descerebrales, y que es, a todas luces —y en apagones— un himno a la vigilancia, Los ojos de Pepa bien pudiera ser un canto laudatorio a las incansables pupilas centinelas de la compañera Josefa o Fefa, también llamada Pepa, en cariñoso chiqueo cuasi sexual.

Ya presiento que estoy bordeando el bufo y lo escatológico. Entre los CDR espiojonando y la cantidad de órganos sopranos, anales y otros etcéteras, he evitado referirme a otra obra suya, realizada sobre un poema de Francisco Blanchié —de los Blanchié de siempre— titulada Melopea. Sé que es término usado y hasta glorioso en el mundo artístico y filosófico, pero como palabra es horrible.

Quiso escribir una ópera cubana. Pero allá en 1839, no se podía operar con óperas en Cuba, a pesar de que las compañías extranjeras que iban a operar a la capital estaban muy bien miradas. Como ahora, vaya, para que vea que el tiempo como que no nos pasa por encima.

Tal vez por eso uno de los extranjeros que más nos quiso, y que nos ha estudiado con más pasión, Carpentier, dejó escrito de puño y lepra que su paternidad —la suya, no la de Alejo— no se constreñía a la contradanza, sino que usted fue el primero en ir agarrando pedacitos de lo que iba a ser nuestra música más tarde.

Atando cabos, agrupando voces y sonoridades, echando en el caldero un poco de Mozart con el eco de "yényere, columbiano, yényere", su pizca de sardana boba con esa trompetica que tanta conga oriental lleva implícita, su muerto adelante y su gritería atrás, le fue saliendo de entre las manos —iba a decir de la punta del órgano— un sonido con rostro que ya se nos parecía, que latía, que cargaba en su alma la bayamesa, que dejaba en el aire esa queja, ese aviso de "Palo mayembe, me llevan pa'la loma", hasta morirse de ese ajiaco el 14 de agosto de 1870.

Así, el buen Carpentier me lo convierte en todo un padrazo de la habanera, la criolla, la clave, el danzón —dice que no nos olvidemos de La Tedezco—, y hasta de la guajira. Mas, el cultivo que lo ha traído hasta nuestros días ha sido la contradanza, esa forma entre francesa y haitiana de verle saltar con dulzura los pechos a nuestra contrincante sin apeyuncarla, ni echarle el vaho encima. Mi mente insana vuelve a hacer una traslación en tiempo y espacio, y lo siento —de veras que lo siento— una mañana de los años sesenta en pleno siglo XX, en la Biblioteca Nacional. Reunión de urgencia con el que iba a cortar el bacalao —y desaparecerlo— a partir de entonces.

El hombre, silvestre —y no de Balboa, pero sí de Troya y de Quesada—, acaba de instalarle una cerca peerles a la cultura cubana. O más, una cerca de alambre de púas para comenzar la interminable operación "pitirre en el alambre" —alambre nos llevó—, y ha dicho con tajancia —es decir, de manera tajante, cortante, absoluta— que nadita de nada contra aquello suyito, suyo y recontrasuyo. Una mano tímida, como del siglo XIX, se levanta allá lejos, entre los temblorosos comensales. Es usted, Manolo, que ha dejado sus órganos en donación. Pregunta suavemente "qué va a pasar ahora con la contradanza".

Y le responden, con espeluznancia —es decir, de manera espeluznante, rebuznante y tajante— "que si está usted sordo o no escuchó que allí se dijo que contra la revolución nada; ni contra reloj, ni contra corriente, ni contradanza".

Imagino la bizquera en los hermosísimos ojos de Pepa.

Muy organista y orgánico,

Ramón

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