www.cubaencuentro.com Viernes, 25 de marzo de 2005

 
Parte 1/3
 
Carta a Mercedes Matamoros
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Ofeliana y sonetista María de las Mercedes Dolores Matamoros y del Valle:

Confieso que le conocí tarde, muy tarde, casi demasiado tarde. Como a las dos de la madrugada. ¡Y pensar que habíamos sido prácticamente vecinos! Nos separaban diez manzanas y unos sesenta años, nada que una buena voluntad poética y unas piernas saludables no pudieran vencer. Yo poseía lo segundo, tal vez por la cantidad de calabazas ingeridas hasta que vino el Poeta Mayor y las mencionó. Entonces desaparecieron las calabazas y se me aflojaron las piernas.

M. Matamoros

También declaro que la conocí mal, pues siempre que me dejo llevar por mi intuición, me equivoco. Víctima de una asociación muy ilícita, me daba vergüenza ajena su poesía. Me atormentaba pensando cómo podía escribir así una hija de Miguel. Escuchaba las cosas tan sabrosas del Trío y no había comparación. Esos sonetos ardientes, esa calentura intrínseca y axilar, esos reclamos telúricos de que se le posaran encima y le pusieran el reloj en hora, a lo bestia, con eso de: "en el fuego mortal de tus orgías/ quemó sus níveas alas mi conciencia!", no la emparentaban con Miguel Matamoros, a quien creí padre suyo y fundador de toda una estirpe sabrosona y musical.

Todavía sin saber que no tenía ninguna relación familiar o geográfica con el autor de Lágrimas negras ya declamaba yo sus versos. Recuerdo una de aquellas noches en mi bohío de Guanabacoa, secreto matadero personal de pasiones, erguido allí en las suaves faldas de la calle Pepe Antonio, como quien va a enfangarse los pies en el arroyo —que no me complacía más que el mar ná—.

Evoco a la alta dama que me acompañaba, con su extendido cabello color sangre, sus diamantinos ojos, casi del color de los astros salvajes; la suavidad de su piel sedosa, sus labios, entre jugosos y leporinos, y las perlas que tras ellos se asomaban en un guiño de deseo, pulcra invitación al regocijo. Me atreví a decirle una estrofa de su autoría. El soneto se titula El anhelo, y es el cuarto de la serie El último amor de Safo, título bastante sospechoso.

Debo aclarar que yo, tal vez por la presencia de la hermosa doncella, el olor a jazmín que traía la noche, y la penumbra que nos envolvía, estaba como ido de todo lo terreno, como entre nubes de algodón. Bastante espirituoso, sensual, inflamados mis sentidos, puro nervio de potro celeste. Tal vez era el resultado colateral de múltiples ingestiones infructuosas que había realizado en la jornada. Mi mente vagaba allende Allende —más allá de Chile—. Mi alma se expandía tras mi estancia en un expendio.

He de apuntar que yo, con diez Legendarios, me ponía a hacer rondas. Y con ocho Rondas era poco menos que Legendario. Estaba de Coronilla hasta la coronilla. Entonces, a media voz en la media luz, recité: "¡Quiero aromar tus rizos abundosos/ con perfume embriagante de verbenas;/ y tu cuello enlazar con las cadenas/ ardientes de mis brazos amorosos!". Me sentía como el valiente que rescata a la princesa de la vigilancia de un dragón. Y algún tufillo había, entre reptil y vigilante.

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