www.cubaencuentro.com Viernes, 25 de marzo de 2005

 
Parte 1/2
 
Carta a Juan Gualberto Gómez (II)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Patricio y doble martiano Juan Gualberto Gómez y Ferrer segunda vuelta:

Comenzar una guerra es fácil. Lo que realmente se complica y donde hay que hilar fino es en saber terminarla. Siempre uno de los contendientes —el que pierde más o el menos inteligente— se hace ilusiones de que no está derrotado, pone pretextos, y te dice: "deja que me lleguen refuerzos", o "deja que te coja solito en la calle".

J. G. Gómez

A mí las guerras no me gustan. Reconozco que eso lo puedo confesar ahora, porque antes, soltar una cosa así era incinerarte tú mismo llevando la gasolina y los fósforos, porque todos te miraban con cara de asco, como si fueras un cobarde.

También he llegado a despreciar a quien comienza las guerras, y va toda mi admiración para quien logra evitarlas o suspenderlas, aunque no triunfe. Es más, desde que se inventó la coba, el piropo, el tratamiento, el explicao, la tabarra de la correlación de fuerzas, el huye pan que te coge el diente o la ayuda sicológica, no le doy un gaznatón ni a mi sombra, y eso que yo era de mano fácil, brazo rápido y ojitos puntiagudos.

Tampoco me gustan las armas fuera de los museos. Y de ellas, el instrumento más estúpido que se ha inventado, es el machete. Por eso siempre me negué a chapear; y con más empeño y rectitud, a cortar caña. Total, si a mí esa gramínea no me había hecho nada, ni nos conocíamos, ni éramos del mismo barrio, ni conversamos jamás.

Por eso tengo en tan alta estima a Ignacito Piñeiro, que fue capaz de afirmar, desde su peligroso color y en plena Danza de los Millones. "Yo no tumbo caña, que la tumbe el viento, que la tumben las mujeres con su movimientos", que es toda una declaración de principios, de finales y de que otro bajara el lomo bajo el indio. Ni chapeos ni guardias viejas, que el hombre es lo que es porque sabe inventar aparatos para realizar tan indignas tareas, o aprendió a usar el lenguaje para que otros mamertos lo hagan, pensando que es lo más sublime para el arma divertir.

Ahora me pregunto el motivo de toda esta descarga. Tal vez la justifique porque seguía pensando en usted, casi en sombras, en esa especie de lectura paralela, como en segundo plano, que me lo retrata mejor, y más que representarle, me lo sensaciona, me lo globaliza emocionalmente. Porque usted fue un hombre de paz al que le cayó una guerra encima. Y en ella se vio envuelto o revuelto por pura honestidad, y también, no hay que negarlo, por el influjo de esa salsa inevitable que emanaba Pepe Julián cuando pensaba en el porvenir de Cuba. Era más fuerte que la soya. Era salsa salsalvaje, salsamendi, salsipuedes. Y aunque lo suyo de usted, con su raya al medio francesa y su pasión por la verdad y el periodismo —no siempre van juntos—, no pudo evitar escabullirse de la demencia patriótica de su admirado amigo. Y le tocó guerra, chapeo y guardia vieja.

Y ahí lo dejamos, conspirando y conspirando uno se va pirando o lo piran, lo encierran y lo desencierran, con esa rara habilidad que tienen los gobiernos totalitarios de permitir la libertad de exprisión, que ahora tiene otros fatales nombrecitos. Así que usted, huyéndole al machete en la medida que podía, se vio metido en el potaje de preparar la otra guerra, la del 95, cuando le tiraba más lo de periodiquero. Ya tenía currículo en esa disciplina. No de balde había fundado dos periódicos importantes: La Fraternidad y La Igualdad. Sobra decir que en este último, amén de temas generales, hablaba del gran tema: la raza.

Ser descendiente de esclavos no le trajo, de por sí, mayores contratiempos, pero la casualidad de que esa condición llevaba la color quebrada, sí, y muchos. En su modesta aspiración de prócer, la coloratura le cerró mil puertas y cien ventanas, por el puñetero y postergado prejuicio que yo llamo "síndrome de la entrada y la salida", por la malsana idea que se tiene sobre el proceder de su raza, injusta y extendida creencia de que sus miembros pueden echar a perder una situación delicada al inicio o en su conclusión, es decir, que la van a cagar siempre. Esa malquerencia, en forma de maldición, no es privativa de las Antillas, sino prejuicio extendido más abajo del Río Grande.

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