Poderosamente marcada por la influencia judía, su histórico cemento intelectual, esta familia de pequeñas naciones llamada Europa del Este —profundamente suspicaz de la historia— ha representado el lado errado de la historia del continente, sus víctimas y sus foráneos. La historia de polacos, checos, eslovacos, húngaros, etcétera, ha sido turbulenta y fragmentada. Sus tradiciones estatales han sido débiles y menos continuas que la de las naciones europeas más grandes.
Al no verse integradas en la conciencia de una Europa integral, estas naciones han permanecido casi desconocidas, figurando como la parte más frágil de Occidente, ocultas por las cortinas de sus casi inaccesibles idiomas. Pese a esta debilidad política, el área ha sido y es un centro cultural relevante, con su propio destino histórico, sus fronteras territoriales imaginarias que no encajan como divisorias políticas, al ser trazadas y vueltas a trazar, en cada nueva situación siempre impuesta por invasiones, conquistas y ocupaciones.
Mosaico de Estados débiles
El imperio austriaco fue la gran oportunidad de Europa Central para transformarse en un Estado unificado y poderoso. Pero los austriacos estaban divididos entre un arrogante nacionalismo pan-germano y su propia misión en Europa Central. Por eso no consiguieron construir una federación de naciones iguales y este fracaso conformó la desventura de toda Europa. Insatisfechas por una u otra razón, las otras naciones de la Europa Central hicieron volar en pedazos el imperio Austrohúngaro, en 1918, sin percatarse de que, pese a todas sus inconveniencias, éste era irremplazable.
Una historia de las transiciones |
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Tras la Primera Guerra Mundial, Europa Central se transfiguró en un mosaico de Estados débiles y liliputienses, cuya vulnerabilidad facilitó, primero, la conquista "hitleriana" y, posteriormente, el triunfo de Stalin. Acaso, por tal razón, en la memoria europea tales países siempre se representan como la fuente de los problemas más apocalípticos.
Para los europeos orientales, el acuerdo de Yalta, en febrero de 1945, fue una interrupción en su historia, que simbolizaba, además, la entrega —por parte de Occidente— de esa sección continental al ámbito de dominio de la Unión Soviética. En 1947, el antagonismo de postguerra entre los dos superpoderes nucleares devino política oficial. La carrera nuclear, la creación de la KOMINTERN y la subsiguiente expulsión de Yugoslavia de las filas comunistas dio paso a la mutación de los Estados de Europa del Este al molde estalinista soviético.
El comunismo fue la negación de la religiosidad histórica rusa. Esta discontinuidad resultó el aspecto más destructivo para su nacionalismo. Pero el comunismo, a la vez, confirmó las tendencias centralizadoras y los sueños imperiales rusos. Este segundo aspecto, de continuidad monopolista e imperial con la noción de regiones supeditadas y esclavizadas, se transfiguró en la razón de ser del nuevo Estado federal soviético.
El comunismo moscovita despertó de manera vigorosa la obsesión anti-Occidente y la enfiló de manera brutal contra la Europa más vecina, donde Rusia era vista como "otra" civilización. Es por ello que los países de Europa del Este consideraban su cambio de destino posterior a 1945, no sólo como una catástrofe política, sino como un ataque a su civilización.
Al identificar los rusos a Rusia como lo "eslavo", calificaban entonces a todo lo eslavo como "ruso". Así, el profundo significado de la resistencia en Europa del Este fue el de una lucha por preservar sus identidades, o para decirlo de otra manera: salvaguardar su "occidentalismo", ilustrado en la tormentosa relación entre polacos y rusos, una lidia de vida o muerte para Polonia. |