www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
  Parte 3/3
 
Los orígenes del cambio
Una historia de las transiciones: Estalinismo, intelectualidad y evolución democrática en Europa del Este.
por JUAN F. BENEMELIS, Miami
 

Meses después, el bonzo soviético Leonid Brezhnev expresó en una reunión del Partido Comunista de Polonia que la Unión Soviética consideraría irreversible cualquier transición al socialismo, y apoyaría tal criterio con sus fuerzas armadas. Así nacía la famosa "doctrina Brezhnev".

Como expuso el intelectual polaco Adam Michnik, en su libro The New Evolutionism, a partir de entonces cualquier cambio significativo al sistema se dilucidó fuera del Partido Comunista y de la burocracia estatal, en comunidades de intelectuales, de ex comunistas purgados, de agrupaciones sociales.

El objetivo ya no se circunscribiría a modificar el Estado-Partido, sino en la restauración de la sociedad civil para obligarle a adecuarse a un escenario distinto donde accediese a entregar esferas de la sociedad. Así surgió la contracultura del samizdat y, sobre todo, Carta 77 en Checoslovaquia, que daba fin a la esperanza revisionista de un socialismo con rostro humano, y con una de sus vertientes más reiteradas: el Eurocomunismo.

La no-violencia como el método de lucha de los reformistas y de la disidencia, ya fuese de Solidaridad, Carta 77, o del Foro Húngaro, nacía de la consideración pragmática de que las insurrecciones armadas y los levantamientos populares no se imponían en el marco de un Estado totalitario con pleno dominio de sus órganos represivos, como demostró Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1978.

En palabras de Havel: "La causa del peligro de guerra no son las armas en sí, sino las realidades políticas. No obtendremos una paz duradera y auténtica oponiendo tal o tal sistema armamentístico, porque dicha oposición sólo se refiere a las consecuencias, no a las razones". O como diría Michnik: "La opinión pública occidental se ha dejado convencer por la lógica del pensamiento soviético, que las armas son más importantes que las personas. Pero esto no es cierto. No hay arma que mate por sí misma".

No existe un momento específico en el cual el individuo de la sociedad totalitaria despierte a la verdad del vacío público. Como patentizaron los estudios realizados por Ferenc Munich, a fines de los años ochenta, en Hungría había quienes aún creían en el sistema estalinista; mientras que, tan temprano como en 1956, otros como el premio Nobel Czeslaw Milosz y más de 50.000 húngaros que huyeron de las bayonetas soviéticas, no tuvieron dificultad en expresar su insatisfacción.

Para los que permanecieron en la Europa del Este, en el ciclo que arranca con la Primavera de Praga en 1968 hasta Solidaridad en Polonia, la desilusión devino consciente. Los temas ya no serían la reforma del socialismo, la búsqueda de su humanismo, sino los morales, los éticos, los derechos humanos, la cultura, e incluso, casos como el de Konrád, el completo rechazo a la política (la antipolítica) como un modo apropiado de conducta social.

Entre los intelectuales, la oposición siempre fue una agenda ideológica, cultural y ética; el tema de la reforma económica era preocupación de los reformistas dentro del apparat comunista. Las reprobaciones y rechazos de los intelectuales contra el régimen totalitario fueron masivas, al punto de inundar las filas de la disidencia y la oposición, desempeñando un papel prominente en la contienda por la transición del comunismo a la democracia.

La campaña del respeto a los derechos humanos se tornó en un dolor de cabeza para los nomenclaturistas, al incluir puntos de seguridad geopolítica. Durante los setenta, la oposición continuó su dinámica, pero su capacidad de movilizar la población se había estancado ante la creencia de que se estaba en medio de un progreso económico.

Sólo una voz solitaria se enfocaba hacia ese páramo político más allá del Muro de Berlín, la del Papa eslavo Karol Wojtyla, cuyo pontificado tenía como tema central el futuro de las iglesias en los países de Europa del Este, la reafirmación de la Europa cristiana desde el Atlántico a los Urales. Su primera gran peregrinación a Polonia, en junio de 1979, marcó el viraje que minaría al Estado-Partido, y el nacimiento del sindicato Solidaridad, el cual negoció la transición a la democracia.

Es entonces que, en los ochenta, la situación cambió drásticamente. Los niveles de vida comenzaron a desplomarse, la inflación compareció, la deuda externa lastró las finanzas, y la escasez de alimentos y productos domésticos no sólo propició las protestas sino que hizo más obvia la necesidad de reformas.

Las revueltas en la Europa del Este no fueron desarrolladas por los trabajadores o los campesinos, ni fueron alimentadas por los periódicos, la radio o la televisión. Los medios masivos de comunicación, sinónimo de lo que es hoy Occidente, no desempeñaron ningún papel en estos levantamientos que dieron fin con el comunismo.

Las revoluciones anticomunistas fueron gestadas por los intelectuales, es decir, los novelistas, los poetas, los dramaturgos, los cineastas, los historiadores, por las revistas literarias, los comediantes populares y cabareteros, los discursos filosóficos, es decir, por la cultura.

Fueron germinadas por el dramaturgo checo Václav Havel, el historiador Bronislaw Geremek, el editor católico polaco Tadeusz Mazociecki, el pintor berlinés Barbel Boehley, el director de orquesta de Leipzig Kurt Masur, los filósofos húngaros János Kis y Gáspar Miklos Tamás, el escritor-presidente húngaro Arpád Goncz, el ingeniero rumano Petre Román y su compatriota el poeta Mircea Dinescu, el pianista lituano Vitautas Landsbergis, el profesor azerbaiyano Abdulfaz Elcibey, el lingüista armenio Leván Ter-Petrosián, el físico ruso Andréi Sajarov.

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