www.cubaencuentro.com Jueves, 13 de marzo de 2003

 
  Parte 1/2
 
Roma contra los bárbaros
Según el presidente estadounidense George W. Bush, el 'llamado de la historia ha llegado al país indicado'.
por RAFAEL ROJAS, México D. F.
 

Los atentados genocidas contra el World Trade Center de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, con sus miles de víctimas y millones de pérdidas, han cumplido una función perversa en el reajuste de la política norteamericana.
George W. Bush
'El deber de EE UU es histórico', asegura George W. Bush.
Desde 1992, Estados Unidos parecía acomodarse a un Fin de la Historia, en el que, como un veterano de guerra, se permitía recordar las glorias pasadas junto a sus aliados y enemigos de antaño: Francia y Rusia, Gran Bretaña y Alemania. En el otoño de 2001 aquel limbo clintoniano, signado por el multiculturalismo doméstico y el multilateralismo diplomático, quedó sepultado bajo los escombros de las Torres Gemelas.

En los últimos 16 meses hemos asistido al espectáculo de un gobierno que postula un virtual renacimiento de la nación americana, donde predominan los atributos imperiales y racistas, el providencialismo y la hegemonía del sujeto WASP. Ya en la geografía electoral de las elecciones de 2000 pareció vislumbrarse un país dividido entre las costas multiculturales y la masa continental WASP. Hoy, aquella guerra civil electoral amenaza con trasladarse a la arena internacional por medio de la localización de un nuevo enemigo externo: el terrorismo. Sin embargo, las fronteras simbólicas entre el enemigo interno migratorio y el enemigo externo terrorista son bastante porosas y el imperio, como la Roma de Teodosio, ya asume que los bárbaros habitan dentro y fuera del territorio civilizado.

La médula imperial de Estados Unidos —unas veces latente, otras demasiado real— se conformó en la práctica y el discurso políticos de mediados del siglo XIX. Desde 1823 la Doctrina Monroe, concebida por el entonces Secretario de Estado John Quincy Adams, atribuyó a Washington un rol protector sobre las repúblicas latinoamericanas frente a las monarquías europeas. En 1848, tras la guerra contra México, aquella geopolítica panamericana dio otra vuelta de tuerca con la formulación de una nueva doctrina, el Destino Manifiesto, que asignaba a Estados Unidos la misión providencial de civilizar a los pueblos bárbaros, esto es, las naciones latinas, católicas, hispanas, indígenas, negras y mestizas de la América del Sur. En nombre de ambas doctrinas, el Gobierno norteamericano intervino en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en el verano de 1898.

Durante la primera mitad del siglo XX, las dos grandes movilizaciones exteriores del Ejército y la Armada de Estados Unidos, en la Primera y la Segunda Guerra Mundial, fueron justificadas por los gobiernos demócratas de Woodrow Wilson y Franklin Delano Roosevelt con una retórica controlada, más plenamente política que religiosa o ideológica. Entonces Washington actuaba en nombre de la "democracia" y la "libertad", junto a sus pares británicos y franceses, contra el militarismo alemán, primero, y luego contra los fascismos italiano, japonés y alemán. Curiosamente, a partir de la década de 1950, en los albores de la Guerra Fría, Estados Unidos, que por primera vez en la historia emergía como potencia líder del mundo occidental, regresó a las fuentes del discurso providencial y civilizatorio del siglo XIX.

Por más de 40 años, Washington entendió que la lucha contra el comunismo era una misión divina asignada a la gran nación americana. Los aliados europeos, disminuidos en su perfil internacional o abrumados por cuantiosas deudas de gratitud, cedieron a la Casa Blanca ese liderazgo o intentaron una diplomacia compensatoria como la de Charles de Gaulle en Francia o Willy Brandt en Alemania Federal. Muchos tópicos del viejo discurso civilizatorio resurgieron en la ofensiva ideológica y diplomática contra el bloque soviético. En el lenguaje macarthysta las sociedades de Europa del Este aparecían frecuentemente como pueblos atrasados, bárbaros, que cargaban con un legado cultural eslavo del cual debían deshacerse para abandonar finalmente el orden totalitario.

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