En la medida en que la consolidación de la victoria norteamericana sea un éxito, estas justificaciones tienden a pasar a un segundo plano. Pero si se acentúa el caos y siguen muriendo norteamericanos, el electorado de este país se volverá más receptivo a las causas que llevaron a una guerra sin solución más o menos inmediata y con un costo elevado en recursos y vidas.

Hay un factor, incluso, más importante que el destino de Irak para la seguridad nacional. Es el hecho de hasta qué punto es confiable un presidente que basa sus decisiones en informaciones imprecisas o falsas. Eso es, en resumen, lo que está en juego en este momento. Para lanzar la guerra, el presidente Bush desvió recursos destinados a la lucha contra el terrorismo. Una y otra vez aparecieron declaraciones en la prensa y en diversos foros nacionales e internacionales, sobre el peligro inminente que representaba el régimen de Husein para este país y el mundo. Hasta ahora, y de acuerdo con el último informe de este propio gobierno, no han aparecido armamentos que justifiquen la alarma.

Lo que está claro es que, a diversas instancias gubernamentales, se desecharon informes que ponían en duda la existencia real de una amenaza mundial y se priorizaron las afirmaciones de los que repetían un llamado a la acción militar. Se desestimó el juicio de los expertos —en algunos casos se les impidió que analizaran informaciones que a la postre resultaron falsas— y se emplearon argumentos personales para poner en duda la veracidad, y lo que es peor, las intenciones, de quienes expresaban un desacuerdo.

Al mismo tiempo, se filtraron a la prensa datos en apoyo a sus puntos de vista, ocultando los contrarios, y se divulgaron informes de desertores sin verificar la confiabilidad de las fuentes. No hay que olvidar la presencia en el gabinete de Bush de muchos de los protagonistas de la época del Escándalo Irán-Contra. Estos funcionarios siempre se empeñan en repetir la Historia, ¿o sería mejor decir: las mismas historias?

En este proceso de tergiversación jugó un papel fundamental cierto sector del exilio iraquí. Los informes de los desertores del régimen de Husein fueron divulgados sin analizar si eran veraces o no. El líder iraquí exiliado Ahmad Chalabi se convirtió en el futuro hombre de Estados Unidos en Bagdad. Se pensó que sería recibido con los brazos abiertos por los iraquíes y convertido en el nuevo presidente de una nación floreciente y democrática en poco tiempo. No se escatimaron fondos millonarios para la organización de Chalabi. El resultado ha sido todo lo contrario.

Chalabi, quien en la actualidad se encuentra en Irak, no sólo no obtuvo un recibimiento caluroso al regresar a su patria, sino que se ha demostrado incapaz de unir a la oposición, al tiempo que sus relaciones con el gobierno norteamericano han perdido gran parte del calor inicial. Otra lección a tomar en cuenta por los cubanos del exilio y de la Isla. Una consecuencia a un plazo corto para cualquier político en Washington: desconfiar de todo exiliado que diga que una fuerza invasora será recibida con los brazos abiertos por las víctimas de una tiranía.

Hay otra consecuencia mucho más alarmante que la guerra de Irak ha dejado en claro: la existencia de diversas entidades o sistemas paralelos a la hora del análisis y la recopilación de la información de inteligencia. El vicepresidente Dick Cheney no cree en la CIA, tiene sus propias fuentes de información. En igual sentido actúan el subsecretario de Estado John Bolton y el de Defensa Paul Wolfowitz.