www.cubaencuentro.com Martes, 13 de enero de 2004

 
  Parte 1/2
 
El saldo del castrismo
¿Por qué Castro se niega rotundamente a reactivar las reformas económicas de 1993? ¿Quiénes fueron los beneficiarios de aquellas tímidas medidas liberalizadoras?
por ENRIQUE COLLAZO, Madrid
 

Las "izquierdas bobas" de América Latina, sobre las cuales el escritor Jesús Díaz siempre nos alertó, han reanudado un movimiento de apoyo y solidaridad con el castrismo, que sorprende a estas alturas y provoca preocupación. El gobierno de Fidel Castro se ha nutrido de una simbología caudillista y mesiánica, basada en el desafío a Estados Unidos; la manida recreación de la imagen del enfrentamiento del pequeño David contra el poderoso Goliat.

Oficinas de Cubanacán
Holding Cubanacán: casta de oligarcas civiles y militares.

La increíble vigencia de esa simbología en el imaginario político latinoamericano, a pesar de la fase de decadencia en que se encuentra dicho régimen, es la que alienta a algunos gobiernos del subcontinente a identificarse con "la revolución cubana y su causa". Amerita explorar entonces, al cabo de 45 años, qué se esconde detrás de ese mito, qué se oculta detrás de esa vetusta revolución agotada.

Primero que todo habría que referirse a la naturaleza actual de ese régimen, el cual, con la exclusiva finalidad de perpetuarse en el poder y haciendo gala de un asombroso talento para el travestismo político, ha devenido modelo de capitalismo de Estado, reservando su ropaje socialista y popular para los discursos de barricada.

La reforma constitucional de 1992, la despenalización de la tenencia de dólares en el verano de 1993 y el impulso dado a las empresas mixtas, entre otras medidas liberalizadoras, propiciaron un proceso de recomposición de las clases sociales, jalonado por la aparición de un sector tecnócrata-empresarial que se beneficia de los vínculos con el mercado mundial y que, de hecho, se ha convertido en capa social hegemónica.

El Estado cubano se ha transformado en una gran empresa ramificada entre un sin fin de corporaciones, sociedades mercantiles y anónimas, contratos de administración, producciones cooperadas y diferentes niveles de asociación y de consorcios con empresas extranjeras, tanto en la Isla como en el exterior. Tales intereses corporativos se han vertebrado en torno a un sector intermedio, semiprivado o semiestatal, compuesto por una casta de oligarcas civiles y militares fieles al Magnate en Jefe.

El paquete liberalizador implementado por el gobierno a partir de 1993 se orientó, fundamentalmente, a modificar el régimen de propiedad de los más lucrativos activos estatales, con el fin de atraer la inversión y disponer así de recursos de capital imprescindibles para evitar una quiebra económica definitiva.

Sin embargo, el alcance y la profundización de la reforma, de cara a la población, fue súbitamente detenido en 1996, incluso revertido en algunos de sus propósitos iniciales, una vez que el poder consideró que había superado la crisis.

Entre las medidas que quedaron pendientes de aprobación se hallan el establecimiento de un verdadero peso convertible, la reforma general de precios, un drástico reajuste de la plantilla de trabajadores del sector estatal, la implantación de las contribuciones de los trabajadores a la seguridad social, la aprobación del trabajo por cuenta propia para los graduados universitarios, y la autorización para que los cubanos posean y operen sus propios negocios.

La rotunda negativa a reactivar la reforma, reside en el temor de Castro a que un movimiento imparable hacia el mercado termine por desplazarlo del poder. Como resultado, las medidas liberalizadoras han beneficiado exclusivamente a la élite empresarial castrista —el reciente y sonado escándalo de la corporación turística Cubanacán es una palmaria muestra de ello—, quedando al descubierto el doble rasero moral del régimen. Entretanto, se enriquece y especula con las riquezas nacionales, en connivencia con algunos grupos capitalistas poco escrupulosos, además de perseguir y sancionar severamente la iniciativa económica privada de una población sometida a las más increíbles penurias.

Es evidente que Castro es el más acérrimo enemigo de la reforma, pues ve en ella un peligro que para él resulta desequilibrante. De modo que, aferrándose al más elemental instinto de conservación de su omnímodo poder, se desdobla en un inmovilista, en un conservador por antonomasia, que vive de espaldas a las más elementales demandas de bienestar y libertad de su pueblo; que gobierna con mano de hierro, respaldado por un eficaz sistema represivo por medio del cual impone una mordaza a la libertad de expresión y mantiene el control del país.

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