www.cubaencuentro.com Martes, 13 de enero de 2004

 
  Parte 1/2
 
¿Qué hacer? ¿Con qué contamos?
Para evitar una transición anárquica, polémica y violenta, es vital que el exilio y la disidencia interna compartan una agenda común en busca de la convergencia política.
por ENRIQUE COLLAZO, Madrid
 

Una de las reivindicaciones fundamentales contenida en el llamado "Programa del Moncada" y en los lineamientos de política económica del Movimiento 26 de Julio, se planteaba modificar la estructura económica tradicional —marcada por el fatalismo de la frase "sin azúcar no hay país"— y desarrollar además un proceso autónomo de acumulación que condujera a la diversificación productiva.

Filas en La Habana
Cuba, capital social en bancarrota.

Sin embargo, después de los bruscos golpes de timón a que fue sometida la política económica en los años sesenta —se fomentó primero el desarrollo de la industrialización, para inmediatamente después volver al azúcar, con cuyos ingresos se financiaría el despegue industrial— el poder cubano, debido a su manifiesta incapacidad como administrador, unció finalmente el carro del desenvolvimiento económico al modelo de planificación central soviético.

La excepcional asistencia que durante varias décadas disfrutó la Isla en su relación de intercambio con el CAME, y en particular, con la extinta URSS, no se aprovechó racionalmente. Dicha relación se tradujo en una transferencia significativa de recursos que la economía interna en buena medida derrochó, perdiéndose así la oportunidad de convertirla en ventaja competitiva.

El esquema tradicional se consolidó aún más, sustentado en la fabricación de un producto agroindustrial con escaso valor agregado, el cual retuvo un enorme peso en relación con el resto de los rubros exportables. El azúcar, que en 1958 representaba aproximadamente un 80% de las exportaciones totales, alcanzó en 1965 una cifra cercana al 86%, y diez años más tarde casi el 84%, tendencia que se mantuvo sin mucha variación hasta finales de la década de los ochenta, consagrando, si cabe, el subdesarrollo cubano.

Quiere decir que al comenzar la década de los noventa, y con ella la crisis definitiva del socialismo a escala planetaria, Cuba presentaba un ordenamiento económico similar al que heredó del capitalismo. La industria azucarera continuaba siendo el principal sector productivo del país, incluso, varias producciones agropecuarias importantes presentaban un desempeño marcadamente inferior a los años finales de la década del cincuenta.

El país, subsumido bajo la irracional división internacional socialista del trabajo, se mantuvo dentro de una campana neumática que lo aisló de las condiciones económicas prevalecientes en el mercado internacional, quedando totalmente a la intemperie tras la desintegración de la URSS en septiembre de 1991.

El patético panorama económico que presentaba el país, 30 años después del clamoroso triunfo revolucionario, tenía asimismo su correspondiente reflejo en la política, la cual había experimentado un evidente retroceso con respecto a 1959.

Tras el asalto y desmantelamiento de todas las instituciones que refrendaban el orden liberal y democrático consagrado por la Constitución de 1940, garantes del vínculo entre el pueblo y el gobierno, se produjo la expropiación forzosa de la propiedad privada y con ella la emigración en masa de la burguesía, así como de buena parte de la clase media y los intelectuales.

La sociedad resultante era un cuerpo social novedoso, en continuo proceso de reconstitución. Enfrentada a la disyuntiva de un sistema social justo y equitativo o un régimen político comprometido con el respeto de los derechos civiles y políticos y el funcionamiento democrático, inicialmente una buena parte de la población apoyó la primera alternativa.

De tal manera, se echaron las bases de un típico régimen con una elevadísima concentración de la autoridad política donde el pueblo y el gobierno, la nación y el Estado, la sociedad civil y la política se fusionaron por obra y gracia de la voluntad suprema del Mesías.

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