Cierta explicación de cómo llegó a ocurrir la simbiosis de panteones católicos y yorubas durante los siglos de transculturación, refiere que los esclavos ocultaban sus ceremonias y sus deidades de los ojos de los señores, y que aprendían a fingir veneración por los dioses ajenos mientras invocaban en secreto a los propios. Si hay algo de cierto en esta teoría, mucho de la doblez y del doble lenguaje de aquel proceso sincrético perdura en el doble sentido que representan la vida oficial y la obra pública de Alexis Leyva Machado.
Hay un momento en la dialéctica del amo y del esclavo, condicionado, en nuestro caso, por las relaciones comerciales capitalistas —por el relativo éxito literario o artístico del último— en que el amo exige de su víctima un por ciento de las ganancias que ha obtenido con la venta de su "arte del sufrimiento".
En unas relaciones clásicas de producción esclavistas, ese dividendo, esa plusvalía artística, resultaría inconcebible: la espiritualidad del esclavo era una zona que permanecía, por principio, improductiva. El supuesto de la improductividad espiritual del esclavo es, precisamente, el principio erróneo en el que está basada toda esclavitud.
Pero, con Manzano, el esclavo "canta". La canción del negro (ese producto espiritual por excelencia: en Estados Unidos llegará a llamarse simplemente "spiritual", como si el amo se asombrara de encontrar "spiritu" en quienes suponía privados de esa cualidad) es el primer producto exclusivo, auténtico, del esclavo; una mercancía que únicamente él puede producir.
Andando el tiempo la canción llegará a ser muchísimo más rentable que el algodón o la caña de azúcar (En Cuba ha llegado a suplantar la economía del tabaco y del azúcar). En la canción de Manzano, en su "spiritual", asistimos a los orígenes de la comercialización del sufrimiento, al nacimiento de la tragicomedia del espíritu de la música.
Hay que tener en cuenta que el electro-proletariado norteamericano ya estaba listo para consumir lo "spiritual" cubano. Desi Arnaz había convertido a Babalú en un nombre de pila de la baja cultura. Tropicana, lo mismo que Babalú, es tropo de la discografía yanqui: nuestra música de cabaret tiene nicho propio en la industria de las estrellas (Por cierto, que haya sido precisamente Babalú Ayé, deidad de las desgracias y de las plagas, quien entrara primero al templo de la cultura de masas, cae dentro de una especulación puramente cabalística).
El hecho es que Babalú, como doble encarnación del sufrimiento y de lo "spiritual", ha servido, desde su aparición en los años cincuenta, para divertir a un billón de televidentes de todo el mundo. Su capacidad de entretenimiento, en lugar de disminuir, aumenta con cada retransmisión de I Love Lucy.
Es a un escenario del Babalú —pero globalizado, y como anunciado por Ricky Ricardo— al que sube Buena Vista y, en cierta medida, Kcho. Su arte del balsero busca entretener a un público entrenado en el valor terapéutico del sufrimiento, y viene como anillo al dedo a unos productores acostumbrados a sacarle provecho a las "cubanerías".
Entre los sincretismos permitidos por el multiculturalismo en boga, lo taíno y lo karabalí se confundieron. Podría rastrearse una pizca de "canibalismo" temprano en la música de los Lecuona Cuban Boys: desde entonces se le ha estado sacando lasca al "taíno chic".
Curiosamente, el arte "desaliñado" y "bárbaro" que hoy podría llamarse karabalí, traía asociada la permutación de la letra C por la K. Así tenemos un self-serve en La Habana con el nombre de Wakamba, un club Karabalí, una finca Kuquine y un balneario Kawama. Esta moda, este Modern Karibe, responde igualmente a un sincretismo —mezcla de "negrismo" con "indigenismo"— que hizo furor entre la burguesía batistiana. |