www.cubaencuentro.com Viernes, 30 de enero de 2004

 
  Parte 3/3
 
Kcho Degas
Las balsas del pintor Alexis Leyva: De cómo la falsa conciencia del mayoral se introduce en el discurso del esclavo.
por NéSTOR DíAZ DE VILLEGAS, Los Ángeles
 

El coco, el yute y las semillas se pusieron de moda. Se creó entonces un folclor de Tencent y una campaña publicitaria alrededor del tema de Tropicana, que dio acogida también a las chucherías artesanales de lo karabalí. El cabaret Babalú y el self-serve Wakamba deben encontrar su ancestro común en la escuela de diseño interior "atómico" de los cincuenta, que gustaba añadir algún toque "bárbaro" a la eficiencia calvinista de sus entornos.

Como todo arte del buen salvaje —recordemos los fetiches de aquel otro gran navegante entre Puritanos, el bueno de Queequeg— los idolillos de Kcho fueron malentendidos y prontamente incorporados a una cosmogonía cuáquera, congregacionalista y mormona (La galería de arte moderno es el templo frívolo de los espíritus subsidiados). Después de todo, la edad moderna comenzó descubriendo un nuevo mundo "salvaje", y el arte moderno blanqueando las máscaras de otro arte negro. Pero, desde los tiempos de Ishmael y de Ahab, nada asombra tanto a los coleccionistas como nuestra educación artística.

A propósito de educación artística, se hace imprescindible la siguiente pregunta: ¿Necesitamos tantos pintores? ¿Graduaciones multitudinarias de pintores? ¿No representa el arte de Kcho más bien un excedente de "lo artístico" en la economía nacional, y en nuestra economía espiritual? Por lo visto, lo que había que decir en ese terreno ya había sido dicho, en un lenguaje plástico establecido durante la República, por un puñado de pintores ingenuos, incluso francamente malos. ¿No estuvieron emparentados los planes de crear artistas y los planes de crear café Katurra?

El arte de Kcho, o de Los Karpinteros, ha usurpado el lugar de la artesanía karabalí de otros tiempos —artesanía con los precios inflados para la galería y el museo— y responde al mismo interés del espectador batistiano o calvinista por lo "salvaje" y por lo "tribal". De todas maneras, nada podría salvar a un anillo de $4.400, que representa una balsa hecha de plata, de su calidad de excedente en la economía artística cubana (El anillo está disponible en una de las boutiques que vende joyería de Kcho en la Internet).

Hay quienes creen, incluso, que una balsa para llevar en el dedo no es más que un crimen cometido en nombre del arte. Ya se sabe: el arte ha demarcado sus fronteras por sucesivas transgresiones. Penetrar en las zonas prohibidas —de la muerte, del sexo, o de la patria— es la manera en que el arte moderno ha expandido sus territorios —por violación, por conquista—. Sin embargo, los jueces en Norteamérica insisten en prohibir a los espectadores morbosos la contemplación de los lienzos de Charlie Manson, o los de Hitler, que pintaba rosas.

La gente insiste en contemplar el horror: le da lo mismo las mujeres apaleadas de Nan Goldin que las lomas de esqueletos que retrató Lee Miller en Dachau. El arte de Kcho, sin embargo, no representa a los muertos directamente, sino al instrumento del crimen.

En la cámara de gas que es la balsa, la muerte es tan mortífera e insultante como en la otra, pero mucho más limpia. No deja lomas de huesos: los huesos son barridos, como si dijéramos, debajo de la alfombra. Sólo que debajo de esa alfombra nadie podrá mirar nunca.

En la cámara de gas tradicional la muerte es rápida y segura. En la balsa la agonía dura muchos días; a veces semanas. El reo sufre alucinaciones: cree ver islas, y ciudades con rascacielos, antes de morir de insolación. Algo peor: en su delirio el cimarrón se ve "libre".

Alrededor de la balsa merodean tiburones, y por debajo de la balsa hay un abismo.

Una cámara de gas sólo puede ser una cámara de gas, una cámara de gas, una cámara de gas; pero a nuestra cámara de gas se la puede llamar recámara, neumático, llanta, balsa, o cualquier otro nombre engañoso y simpático.

Si alguna vez tuvo otro interés, es evidente que hoy, en el arte de Kcho, se representa a la balsa con la intención exclusiva de satisfacer el morbo del público. Habría que comprender el sentido real del arte-facto para poder entender también su carga semiótica: la balsa es, literalmente, nuestra cámara de gas. La señora que compra el anillo de plata llevará en el dedo una cámara de gas. Es decir, sólo aire. Algo que no existe: la han timado. Y mucho me temo que el timo es, precisamente, parte de la gracia de nuestras revoluciones artísticas.

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