Estimado Abel Prieto:
Ha pasado mucho tiempo desde aquel día en que Sergio Corrieri, en la Unión de Escritores, nos dijo francamente que si tú eras elegido por la membresía como delegado al congreso, el Partido te propondría como próximo presidente de la UNEAC. La concurrencia captó de inmediato la indirecta y la palabra de Corrieri se hizo presidencia, como en los mejores pasajes de La Biblia.
Veníamos de una Unión de Escritores de clientela fija, donde durante años se dispensaron favores y fervores desde el mostrador a parroquianos y ambias. De modo que tu ascenso, a pesar del método democrático ("en silencio ha tenido que ser"), despertó por igual, en tiempos de Perestroika, los recelos de la parroquia habitual y las esperanzas de la infantería. No siempre infundadas. No siempre fundadas.
Es cierto que cambiaron algunas cosas y que por un momento creímos ver en el presidente de la Unión de Escritores no sólo a un cuadro del Partido para el control y administración del personal cultural, sino también al representante de los escritores y artistas. En ciertas ocasiones, incluso, defendiste tus posiciones ante el Escritor en Jefe, y hasta le enmendaste la plana. Aunque supieras siempre dónde quedaba el borde de la carretera y empezaba la cuneta. Algo esencial, dada la accidentalidad política que hay en Cuba.
Por entonces hablaste de aperturas e inclusiones, de tolerancia y diálogo, de flexibilidad y libertades, aunque todo haya terminado apenas en una estatua de John Lennon, que debe ser vigilada para que no pierda los espejuelos y lo truenen por considerarlo un acto voluntario para no ver dónde ha caído.
Siguiendo la máxima del día —a enemigo que huye, puente de plata—, concediste a muchos el pase a bordo para irse a soñar con la glasnost a orillas de otros mares, evitándoles al menos el calvario de sus antecesores en la huida. Abriste espacios, atento, eso sí, a que no se desbocaran, porque, como se sabe, la extensión ideológica de nuestra Isla es limitada y basta una zancada larga para salirse de los límites. Y sobre todo, en contraste con los sargentos de la cultura, no olvidaste al ensayista y al narrador que llevabas en la trastienda y mantuviste un discurso civil en una lengua franca que entendíamos.
Sacerdocio irreversible
Pero las servidumbres del poder son implacables. Liman las virtudes como esmeril del ocho. Comentan que has estado enfermo, incluso que has enfermado de poder e intentado dimitir; pero te enrolaste en una tripulación que no admite deserciones. Cuando se sirve a un Dios omnívoro y omnímodo, el sacerdocio es irreversible. Aunque se hagan votos de fe, abandonar los hábitos es herejía, y ser excomulgado en un Estado confesional es peor para la salud que el tabaco, aunque la cajetilla del cargo no lo advierta.
Te deseo sinceramente que recuperes la salud, incluso la política, aunque de lo segundo me quedan pocas esperanzas. Me temo que tus palabras recientes en Madrid sean síntomas irreversibles, terminales. |