www.cubaencuentro.com Lunes, 13 de junio de 2005

 
   
 
Trampas de las revoluciones
Por la fuerza y desde arriba: ¿Quién decidió el carácter socialista de las revoluciones rusa y cubana?
por MANUEL CUESTA MORúA, La Habana
 

Las revoluciones son tramposas. Rara vez declaran su objetivo y cuando lo hacen, enmascaran su verdadero propósito con los tópicos obligados de la época. La libertad, la fraternidad y la igualdad fueron los lemas que la Ilustración, que no era revolucionaria, prestó a la revolución francesa, que fue en verdad burguesa.

H. Chávez
Revolución chavista: requiere una dotación muy compacta de ciudadanos poco o nada instruidos.

Las revoluciones de 1848, hechas, según el relato, para completar el ciclo democrático, sólo completaron el ciclo de profundización y extensión del poder de la burguesía que hizo audible su voz porque tenía propiedades. Cuando los ingleses dijeron: no taxation without representation fueron más honestos. Mostraron directamente que el sujeto político de la modernidad comenzaba a tener rostro, autonomía y poder de decisión si antes de echar a andar sus fantasías políticas podía consultar su bolsa. Digamos que no hicieron trampa, pero es verdad también que no tenían grandes lemas.

Por eso, dudo mucho en llamar a la violencia política de los ingleses de 1648 una revolución, donde únicamente se trataba de defender una libertad conquistada y trabajada desde 1215.

La tarea primera de toda revolución es no proclamar sus fines en ninguna de sus fases iniciales, ni en ausencia de control sobre los resortes básicos del poder. En tal sentido, las revoluciones son maquiavélicas porque requieren del secreteo, la ficción, la pose y la conspiración. Cuando digo maquiavélicas lo hago en su connotación puramente técnica, no en un sentido moral. Sin la técnica del ocultamiento y la frialdad que recomendaba Maquiavelo a su Príncipe, las revoluciones no triunfan.

Esta es una regla sin excepción. Sobre todo en las revoluciones que fueron en el siglo XX. De la revolución rusa a la revolución cubana la trayectoria es la misma: no hablar de más ni en los prolegómenos ni en el debut. Esta es una de las razones, entre otras, que explica por qué no puede haber revolución pacífica. No hablar de más significa mentir activamente. Me refiero a la mentira compleja sobre la que teoriza Jean François Revel, el intelectual francés, en su libro El conocimiento inútil. Se trata de la mentira que cuenta con la dispensa de la moral y la dispensa de la ideología: muy difíciles de refutar sin que uno resulte desmoralizado por oponerse al bien de la humanidad y a la verdad de la teoría sobre las sociedades superiores.

Revoluciones socialistas

Las revoluciones socialistas, que han realizado cualquier cosa menos el socialismo, han sido la trampa política moderna por excelencia: nunca se declararon como tales antes de tomar el poder. Por tal motivo, empiezan con el pecado original que toma cuerpo si llegan a estabilizarse: su naturaleza ademocrática. No es que sean antidemocráticas, sino que se desembarazan de cualquier criterio democrático mucho antes que el debate se plantee. ¿Quién decidió el carácter socialista de las revoluciones rusa y cubana? Dos hombres: Lenin y Castro. Dos decisiones personales puestas en práctica en oportunidades  políticas que pudieron muy bien no existir, y que necesitaron una conjugación específica de circunstancias muy alejadas de aquellas que se necesitan para que los ciudadanos decidan, con racionalidad habermasiana, qué destino quieren para sus vidas.

El socialismo conocido fracasó porque en todas sus versiones se impuso a la manera en que Bismarck logró la unidad alemana: a la fuerza y desde arriba; pero con una particularidad: la sorpresa de la conspiración soliloquial.

El socialismo cubano es el ejemplo por excelencia en el hemisferio occidental. Y la discusión de si Cuba fue o es socialista es ya una bastante aburrida y superada en el debate serio de las cosas de la vida.

Pero resulta que ahora la historia se repite en la hermanísima Venezuela. Hugo Chávez acaba de declararse socialista, toda vez que ha consolidado más o menos el poder. ¿Le creemos? Yo sí. Con el siguiente comentario. Hay que distinguir en América Latina, y para siempre, un socialismo de caudillaje con corte y cohorte, nada serio y muy doctrinal, que usa una que otra frase socializante desde el poder, muy astuto en la permanente posposición de sus metas mientras el imperialismo le esté haciendo la contra, atractivo para el exotismo europeo poco exigente, fácilmente traducible para la izquierda académica estadounidense —bastante racista por cierto, pero muy amiga del poder— y ducho y ágil con el expediente de la violencia.

La reproducción de este tipo de socialismo en nuestro continente es sencilla: se requiere, por un lado, de una cerrada élite intelectual de izquierda, de base escolástica, muy amante —a distancia— de las palabras, del piquete y de la metralleta; y, por otra, de una dotación muy compacta de ciudadanos poco o nada instruidos. El éxito de ese socialismo estará garantizado a perpetuidad.

Para sus receptores, esta importantísima frase, dicha por Hugo Chávez, es suficiente: "Mi gobierno es socialista porque pone lo social primero. El capitalismo pone el capital primero".

¡Adiós al Socialismo!; agrego yo, porque las revoluciones que son o dicen ser, como la de Chávez, nada han tenido que ver jamás con el socialismo. Sí, y mucho, con el juego tramposo con las palabras que alguien piensa estamos obligados a creer.

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