www.cubaencuentro.com Lunes, 13 de junio de 2005

 
  Parte 1/4
 
La escena del crimen
Una teoría sobre el futuro: ¿Podría convertirse Cuba en el paraíso de la telebasura y la pornografía si los medios de comunicación pasaran de un control rígido a un descontrol absoluto?
por FRANCISCO ALMAGRO DOMíNGUEZ, La Habana
 

Todos los domingos, poco después de las nueve de la noche, casi toda la isla se paraliza frente a la pequeña pantalla de sus televisores: comienza un nuevo capítulo de CSI, la escena del crimen. El éxito podría deberse a la eficiente mezcla de los clásicos ingredientes del género de suspenso, un sólido guión basado en hechos reales, actuaciones convincentes y balanceadas, y las más modernas técnicas de investigación policiológica, expuestas al detalle para fascinación de la mayoría del público, desconocedor de cuánto debe el forense de nuestros días a esos aliados imprescindibles que son la ciencia y la técnica.

G. Hermano
'Gran Hermano': ¿el circo romano del siglo XXI?

Sin embargo, hay una particularidad de CSI que pudiera pasar inadvertida, y que en opinión de este redactor le da a la serie un sello distintivo: la reconstrucción fisiopatológica de las causas directas e indirectas de la muerte. Los realizadores, a través de computadoras e imágenes, recrean la trayectoria de las balas, los golpes o las cuchilladas y sus efectos en el organismo. Por breves instantes, vemos cómo el proyectil destroza los tejidos blandos, las costillas, penetra en el pulmón y, poco a poco, la hemorragia y la falta de oxígeno acaban con la vida del individuo. El espectador tiene la oportunidad, quizás por primera vez, de ver cómo nos defendemos de una agresión hasta los momentos finales.

Las imágenes duran segundos. Siempre están precedidas por la explicación de un médico forense tan esmerado en su trabajo como ordinario en sus gustos; un "picamuertos" que delante de sus cadáveres oye rock, se come un emparedado y es capaz de un piropo a las dos bellas mujeres del equipo de investigadores. Algo sin duda chocante como la muerte violenta, es "aliviado" por la forma en que se presenta, el contexto y el fin perseguido: hallar al criminal para hacer justicia.

Lamentablemente, y de ahí puede venir el gancho de CSI al apostar por lo contrario, asistimos a una exposición continuada, gratuita, descarnada, descontextualizada de la violencia y el desnudo material y espiritual en el cine, la televisión, la Internet y la música. A través de los medios de comunicación social, el mundo asiste a un inusitado voyeurismo. Ya no sólo somos los espectadores de la escena del crimen, sino que vivimos en ella.

De regreso al circo romano

Los seres humanos tenemos una tendencia natural a curiosear sobre la muerte. Es lógico que así sea: somos los únicos seres vivos con conciencia del fin de nuestros días. La persona quiere saber cómo, cuándo y dónde ha de morir, y aunque ese resulta ser el secreto mejor guardado a nuestros ojos, la seducción de ver en otros la propia muerte nos lleva a la búsqueda más temeraria del fin de la vida y sus circunstancias. Dicen los psicoanalistas que los médicos son quienes más temen a la muerte; que, por eso mismo, se dedican a salvar a los demás, como si al lidiar diariamente con la "Dama de la Guadaña" pudieran dar alivio a la angustia del final de sus propias existencias.

El interés desmedido por lo oculto, lo feo y la muerte, ha sido llamado morbo. La palabra deriva del latín morbu, y significa enfermedad. Para los que construyeron nuestro idioma, griegos y latinos, interesarse más por lo impúdico o lo deficiente resultaba contradictorio con el destino de la naturaleza humana, tendiente al bien, lo bello y lo verdadero. Antes de los pensadores helénicos, los hebreos ya consideraban la desnudez física como símbolo de desabrigo espiritual. Adán, tras el pecado original en el relato del Génesis, hace consciente su falta de ropas frente a Dios.

Casi todas las culturas primitivas rinden culto a la sangre, a la muerte y la desnudez del cuerpo. Ese, en apariencia, malsano tributo a lo censurable encierra un sentido religioso de ofrenda por la vida. Suelen los pueblos antiguos percibir un encadenamiento entre vida y muerte, donde el sacrificio humano o la ofrenda de la virtud serían medios para lograr el favor de los dioses. No sería posible separar la piedra de obsidiana que arrancó tantos corazones en el Gran Tenochtitlán, del culto azteca a Huitzilopochtli, Dios del Sol, o a Tláloc, Dios de la Lluvia.

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