www.cubaencuentro.com Viernes, 15 de julio de 2005

 
  Parte 1/2
 
¡Cámbienme este Premio Nobel!
Recorriendo el camino de Damasco en sentido contrario, Saramago regresa a La Habana para pedir perdón al Príncipe delante de sus víctimas.
por NéSTOR DíAZ DE VILLEGAS, Hollywood
 

Como putas disgustadas que no osan dirigirse la palabra han dialogado Saramago y Fidel Castro, esas gigantas de las comunicaciones. Los poetas antiguos eran más discretos: mandaban mensajes a sus hombres fuertes en las solapas de sus libros —sin complejos de culpa ni cargos de conciencia. "Al conde de Lemos", reza la ofrenda de los Sueños de Quevedo. El único caso moderno de desinhibición literaria que conozco es el de mi amigo, el arquitecto belga León Krier, que dedica su obra "A mi Príncipe", refiriéndose, por supuesto, al Príncipe de Gales —Charles, ex marido de Diana—, su benefactor. "A mi Príncipe" debía estar inscrito también en la primera página de cada obra de Roa Bastos, de Belén Gopegui, y de Saramago.

J. Saramago
José Saramago en La Habana.

Comadreo de camaradas: Saramago regresa a Cuba para presentar su Evangelio, pero no se dirige directamente al Príncipe: primero da un rodeo y habla a la prensa. Tal vez un soplón lo oiga, ¿quién sabe? A lo mejor corra con el chisme. ¿A quién engañan? Saramago está seguro de que las palabras vertidas en la bocca della verità que ha instalado el ministro de Cultura en el Aula Magna serán escuchadas en Palacio. Ni en los peores momentos del batistato se prestaron las aulas de la Universidad para arrancarle una confesión a un chivato.

Desde aquella mañana de 2003 en que Saramago tuvo la mala idea de ventilar su desacuerdo, cada una de sus conversaciones ha sido grabada, archivada y catalogada por los espías de Castro —que, por cierto, no eran una invención del exilio. Después de todo, se trataba de tres tristes fusilados, de modestísimos encarcelamientos y persecuciones. ¡Cuántos crímenes mayores no lo dejaron impávido! ¿Por qué no abrió la boca cuando se encerraba a los gusanos en teatros dinamitados para hacerlos volar si invadían los yanquis? ¿O cuando reconcentraban a miles y miles de guajiros en ese Bergen-Belsen que fue Sandino? Desde que chilló, el Premio Nobel ha vivido, paradójicamente, como cualquier otro cubano, como cualquier otro disidente —grabado, espiado, y con el teléfono intervenido.

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