www.cubaencuentro.com Viernes, 15 de julio de 2005

 
  Parte 1/2
 
La batalla de la olla
El propósito de Castro no fue nunca consolidar o mejorar la República creada 60 años antes, sino construir una isla-regimiento, dotada de siete u ocho millones de soldados.
por JULIáN B. SOREL, París
 

Desde hace varias semanas se libra en Cuba un combate singular: la batalla de la olla de presión. Lo esencial de esta pugna se escenifica día tras día en las pantallas de televisión, donde el Estratega en Jefe protagoniza la exégesis infinita de sus planes, encaminados a dotar a cada hogar cubano del arma absoluta.

F. Castro
Las ollas de Castro.

Porque nadie debe llamarse a engaño: la olla es el arma secreta en la que el Comandante confía para lograr la victoria definitiva sobre el imperialismo yanqui. Las ollas —explica ante las cámaras el Máximo Líder— son tan eficientes, que su uso permitirá ahorrar muchísima energía eléctrica.

Este ahorro eliminará los apagones, que resultan tan irritantes para la población como peligrosos para el régimen, y facilitará la solución de la crisis del transporte. Una vez normalizados el suministro energético y la circulación de las guaguas, la productividad del país experimentará un aumento colosal, lo que permitirá a su vez solucionar la carestía de viviendas, mejorar el abastecimiento de agua, aumentar la oferta de productos alimenticios, ropa y zapatos, etcétera.

Dentro de pocos meses (¿años?), el éxito económico y social del comunismo cubano será de tal magnitud, que todos los pueblos del planeta, empezando por los latinoamericanos, abandonarán para siempre la democracia capitalista global-mundializada y exigirán la implantación de un sistema totalitario de viejo cuño, como el que impera en Cuba.

Todo eso se llevará a cabo, por supuesto, siempre y cuando se mantengan los subsidios con los que China y Venezuela apuntalan ahora la fase terminal del tardocastrismo y sigan llegando a la Isla los turistas y las remesas de dólares de los exiliados.

Esta versión antillana del cuento de la lechera hace pensar en las coplas con las que Antonio Machado evocó la muerte de Don Guido, aquel galán sevillano algo torero que cuando envejeció contrajo la monomanía de "pensar que pensar debía/ en asentar la cabeza. Y asentóla/ de una manera española,/ que fue casarse con una/ doncella de gran fortuna…".

Estado de guerra permanente

En su senectud, el Comandante también parece decidido a sentar cabeza y repintar sus blasones, pero quiere hacerlo del único modo que cuadra a su naturaleza profunda, que es el modo belicoso. En cuanto a la doncella de gran fortuna, es obvio que ya la encontró y, aunque el matrimonio sea de conveniencia, sus petrocaudales están financiando la operación.

Para el cubano de a pie, este zafarrancho de combate dista mucho de ser una novedad. En realidad, el pueblo de Cuba vive en un estado de guerra permanente desde que el régimen actual se instaló en el poder, hace casi medio siglo. Además de la guerra sensu stricto, que ha exportado de múltiples maneras, mediante soldados, agentes, secuestradores, terroristas y sicarios enviados por el mundo entero a "luchar contra el imperialismo y sus lacayos", el Comandante se ha esforzado incansablemente por imbuir a sus súbditos del espíritu castrense que le anima.

Con este fin, y al tiempo que forjaba un ejército tradicional gigantesco, transformó a todos los cubanos en funcionarios, mediante la estatización casi total de la economía, y luego convirtió a todos los funcionarios en soldados, alistándolos en las milicias. Quienes quedaron al margen, fueron encuadrados en otras "organizaciones de masas", cuya función venía ser más o menos la misma. Esta es la tropa que desde hace medio siglo el caudillo ha lanzado a las más variopintas empresas.

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