www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 1/2
 
Ni olímpicos, ni invadidos
Pese a esparcir a los cuatro vientos su retórica de plaza sitiada, La Habana sigue pujando por la sede de la Olimpiada de 2012.
por ALCIBíADES HIDALGO, Washington
 

El día que Fidel Castro derrotó una invasión de cubanos muy mal organizada por Estados Unidos, se hizo también de una buena coartada para investirse del poder vitalicio al que no va a renunciar. Al lugar de los hechos puede llamársele Playa Girón o Bahía de Cochinos, según se prefiera —que hasta la geografía rezuma ideología—, pero el resultado de lo ocurrido en 1961 no cambia por ello. Con lógica simple, la que mejor se comprende, La Habana afirma: Si ya hubo una invasión bien puede haber otra. Peor aún: Washington no aceptó nunca aquella humillación, lo intentará de nuevo y no cesa en el empeño.

Boxeo
Otra 'tregua en las hostilidades': Un boxeador salvadoreño (izquierda) recibe entrenamiento en Cuba.

Hasta Nikita Jruschov dijo en sus memorias que por la seguridad de la Cuba amenazada envió a la Isla los cohetes nucleares que motivaron la Crisis de Octubre (o de los mísiles, según se prefiera) de 1962. Los historiadores no lo niegan, pero estiman que el ucraniano pretendía más bien equilibrar el alcance de las armas estratégicas de la época, situando las suyas a vuelo de pájaro de La Florida. Castro prefiere esta última explicación. Es obvia y alivia, además, el escozor de la solución también humillante que rusos y norteamericanos, sin consultarle, dieron al peligroso episodio.

En espera de la segunda invasión ha transcurrido casi medio siglo. Aunque el New York Times dijo entonces que John F. Kennedy era "un líder joven e inexperto al que se podía intimidar y extorsionar", lo ocurrido con la primera y hasta hoy única invasión demostró, en rigor, la indecisión y rechazo que una decena de presidentes norteamericanos asumiría finalmente ante la posibilidad de un conflicto militar directo con Cuba. Por muchas razones, cambiantes a lo largo de los años sólo para hacerse más evidentes e ineludibles.

De la crisis de 1962 emergió un compromiso tácito de no atacar la Isla, que La Habana siempre dijo ignorar, pues no fue parte en el arreglo. Lo cierto es que mientras existió la Unión Soviética Cuba se sintió tan poco amenazada por el imperio del Norte que se permitió una participación muy superior a sus fuerzas en lejanas guerras africanas y en otras muchas contiendas. El regreso de las tropas de la campaña angolana coincidió con la caída del muro de Berlín, y en esa nueva etapa una acción militar debe haber parecido tan innecesaria como inoportuna a los ojos de los analistas militares estadounidenses, que valoraban, bajo muy contradictorias influencias, la capacidad bruscamente disminuida del beligerante vecino. Luego ha prevalecido el criterio pragmático —y a todas luces muy certero— de que el tiempo dirá la última palabra. Haciendo abstracción del imprescindible aspecto ético, la solución militar es, si acaso, una opción de laboratorio ante un sistema en ruinas, de liderazgo senil, sin opción de futuro y que, peripecias aparte, irá a la tumba con su caudillo.

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