www.cubaencuentro.com Miércoles, 18 de mayo de 2005

 
 
 
Decir tinieblas, decir jamás
por RAúL RIVERO, La Habana
 

En la historia de la humanidad dos años deben ser algo así como un instante. Yo acabo de estar un instante afuera (¿o debo decir dentro?) y, además del despiadado espejo, me deja un apunte de esa ausencia mi inocente libreta de teléfonos.

Celia Cruz
Celia Cruz, una de las ausencias.

Los nombres y los números que ha borrado con perfección la intolerancia se fueron solos y permanecen en las hojas unas manchas sepias. Allá, en el fondo, pueden verse los trazos de mi letra de molde. Esas huellas me indican que son claves recuperables. Otro instante puede hacerlos regresar.

El rastro de los que partieron impulsados por el odio, natural o inducido, es casi imperceptible y la superficie del papel muestra una pareja palidez desconcertante. En ciertos puntos se aprecia, es verdad que con mucho esfuerzo, una letra mayúscula, una vocal y el fantasma del número ocho con su nudo sombrío.

Los nombres y los números que tienen un apego especial a mi cuaderno son los de las personas que murieron en aquel instante en que no estuve.

Es difícil suprimir uno mismo, mediante una simple tachadura, la vida entera de un amigo. Es doloroso sepultar en tinta todos los recuerdos y descontinuar el timbre de una voz que alguna vez fue cálida y cercana o, por lo menos, agradable.

Es inmoral que se aproveche ese momento para llevarse del mundo a alguien, que sin ser exactamente un amigo, tenía una leyenda en tu libreta y una sustancia reconocida en otros sitios del universo.

Ahí no está ya la cifra que un día me dio Roberto Rodríguez Tejera para que yo le preguntara a Celia Cruz qué guagua la dejaba en La Víbora, cansada y feliz, después de advertirle a Cuba, por radio y por televisión, que sin permiso no se puede tocar la mata de ciguaraya.

Ni está la de David Bullí Gallegos, que se llevó al exilio los personajes de una novela que iba a escribir y dejó en este país a todos los otros, aun a aquella mujer que le salió en un libro con las piernas verdes por una jugada sucia que le hizo el idioma de Don Miguel de Cervantes y Saavedra.

El número de Noel Navarro también es un lamparón hecho a la fuerza. No se le podrá hacer la broma de preguntarle cuántas maletas de libros escribió esta semana. Noel Navarro, siempre desesperado por escribir, nada más que escribir, el más trabajador y el más constante.

Alfredo Rostgaard, en otra parte con sus carteles y sus juguetes, sin posibilidades ahora de invitar a un ron blanco y divertirse con sus raptos de mulatas narrados con acento oriental para hacerlos voluptuosos y creíbles.

En esa misma lista blanca Joaquinito Ordoqui y Susan Sontag y, ahora, al final, que viene siendo como otro principio, Abraham Rodríguez y Tony Benítez Rojo.

Para la humanidad dos años deben ser un instante. Para la vidita de un hombre, un poco más. Un tiempo oscuro, una pequeña eternidad autónoma que sigue a uno con la implacable fidelidad de un perro.

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