www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 1/3
 
Reverencias y riberas
En el aire la oleada represiva, el desafío es subvertir la cultura del miedo. Ahora más que nunca, los intelectuales cubanos tienen un papel que asumir.
por ALEJANDRO ARMENGOL, Miami
 

Hace apenas dos años, al escritor que opinaba constantemente sobre la situación imperante en su país y en el mundo se le veía como una especie en peligro de extinción. Al fallecer Arturo Uslar Pietri, a comienzos de 2001, esta sospecha se hizo aún más fuerte. Al igual que el escritor venezolano, autores como los mexicanos Alfonso Reyes y Octavio Paz, el español José Ortega y Gasset y el cubano Fernando Ortiz, eran sombras de otra época.

Cintio Vitier
El escritor Cintio Vitier durante la última Feria del Libro de Guadalajara, dedicada a Cuba.

Los intelectuales que entendieron la labor de educar como un ejercicio diario —a través de la prensa, la televisión o el libro— se vieron sustituidos por los informadores profesionales: especialistas en adecuar las noticias y las opiniones de acuerdo a los cambios climáticos, las horas de ocio y los niveles de consumo. Hombres que en algunos momentos rozaron el poder político o formaron parte de él, pero que se sintieron más a gusto en sus bibliotecas —aunque siempre con la ventana abierta—, pasaron a ser considerados piezas de museo: inútiles en un mundo que avanzaba a la globalización y donde las utopías y los grandes debates ideológicos eran parte de la prehistoria. El descrédito de la izquierda fue la causa principal —aunque no la única: la especialización y el aislamiento académico también fueron factores importantes— de la decadencia del papel de los intelectuales. La causa neoliberal sólo ha contado con un escritor en lengua española de gran fama internacional: Mario Vargas Llosa. Su notoriedad, sin embargo, no opacaba que cada vez más se percibiera al quehacer intelectual como un oficio del siglo pasado.

Que el intelectual viera relegado su papel en los aspectos políticos no fue necesariamente una consecuencia negativa. Quizá todo lo contrario. Más allá de la función de conciencia crítica, inherente al acto de creación, la participación de los escritores y artistas en los medios de gobierno —aun limitada a los aspectos de orientación— no sólo había resultado en muchos casos errónea, sino incluso contraproducente y hasta peligrosa. Resultaba entonces saludable pensar que lo mejor era que se dedicara a escribir sus libros o filmar sus películas y no "perdiera su tiempo" en otros asuntos, salvo por razones de subsistencia. Pareció adecuado entonces mantenerse en la ribera. Cuba continuaba siendo una excepción, pero incluso en este caso se alzaban voces que intentaban propiciar un acercamiento en que el debate político —si no podía quedar completamente excluido— fuera al menos relegado a un segundo plano. Las intenciones resultaron claras en pocas ocasiones y torcidas la mayoría de las veces, aunque la posibilidad no debía despreciarse simplemente con una negativa. Las circunstancias han cambiado, pero la negación continúa siendo una respuesta incorrecta.

Para devolverle prestigio y necesidad a la participación del intelectual en los asuntos públicos no bastaron el reconocimiento al papel desempeñado por figuras como Alexander Solzhenitsin y Czelaw Milosz. Tampoco los múltiples homenajes y las memorias recuperadas de los cientos —o miles— de escritores que murieron en el gulag. Ni siquiera el valor sostenido de la labor ejemplar de George Orwell. Hace poco se conmemoró el centenario del nacimiento de ese hombre que constituye un paradigma del siglo pasado —y posiblemente también lo será de éste—: el escritor que no temió equivocarse ni comprometer su carrera en su afán de advertir las injusticias.

Fue necesario el cataclismo de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2002 —y sus consecuencias de guerra, represión, incertidumbre y miedo— para que de nuevo se escuchara la opinión de quienes se dedican al oficio incierto de apresar palabras, interpretar una idea y trasmitir una emoción. De nuevo el intelectual se siente obligado a opinar sobre lo que pasó y ocurre. No puede librarse de la maldición que arrastra todo creador: dar a conocer su punto de vista e incluso participar de alguna forma en la vida social y política. En Estados Unidos, el país donde el escritor parecía alejarse cada vez más del acontecer diario, tuvo que volver a ocupar un papel que por momentos agradece y en otros detesta. Hoy se alzan las voces de los autores norteamericanos con una fuerza desconocida hasta hace poco.

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3. Una reverencia al pasado...
   
 
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