www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
  Parte 3/5
 
«El marxismo es la última herejía del cristianismo»
Cuba, literatura e ideología en la vida de un escritor. Entrevista con Vicente Echerri.
por EMILIO ICHIKAWA MORíN, Homestead
 

Entonces, ¿qué prefiere leer?

Prefiero leer clásicos, lecturas consagradas, o a veces simplemente releer. Libros que me he leído en español hace una vida y que ahora leo en inglés. Por ejemplo, este verano se cumplieron 46 años de que leí por primera vez Las mil y una noches, en una edición en rústica de la Editorial Sopena, de letra menuda a dos columnas. Pervive en mí aún la impresión de aquella deliciosa lectura de infancia.

A que negarte que compro más libros de los que puedo leer; casi viciosamente; pero siempre me acuerdo de que Churchill decía: "los libros que no puedas leer, manoséalos".

Ahora podemos ser menos librescos, es insuficiente saber todo sólo de libros. Es pecado no ser feliz. ¿Recuerda aquel poema de Borges? Así que busquemos un tópico de vida. ¿Ha sido feliz alguna vez?

El momento más feliz de mi vida bien pudo ser el 31 de diciembre de 1991, cuando, en la televisión, vi descender del Kremlin la odiosa bandera de la hoz y el martillo. Era un gran sueño, que muchas veces pensé que me moriría sin ver cumplido. El símbolo de una sanguinaria utopía que se desplomaba en beneficio de la cordura, del sentido común, de la felicidad del hombre de carne y hueso.

Suelo decir que el capitalismo ha triunfado, frente a los que se proclamaron sus enterradores, no porque fuera un sistema más justo —que ciertamente no lo es—, sino por ser más real, por responder mejor a la naturaleza codiciosa de los seres humanos.

Tal vez tú podrías decirme quién fue el filósofo de la antigüedad —no me acuerdo ahora si de los clásicos o de los presocráticos— que dijo: "la esperanza de poseer hizo al hombre". Es decir, somos animales ambiciosos y avariciosos, y esas motivaciones —que, dejadas sin control, pueden ser muy dañinas— han sido el motor de la civilización: la búsqueda de las necesidades y del lujo, que siempre es lo sobrante, lo excesivo, lo superfluo, lo que sólo existe como una bella ostentación.

El día que salí de Cuba —7 de octubre de 1979— también pudo ser feliz; pero lo enturbiaba la agonía del desarraigo, la separación de tanta gente querida, a algunas de las cuales no volvería a ver.

Ahora bien, si ha habido un día particularmente alegre, ¿cuál ha sido el más triste?

Mi día más triste, más aciago, fue, sin duda, el 1 de enero de 1959, cuando se paralizó la vida cubana y yo me quedé congelado en la niñez, como en el cuento de La bella durmiente, con la desgracia añadida de que no he dejado por eso de envejecer. Aunque, con mis diez años de entonces, reconocía —y me agredían— los desmanes de la policía de Batista y la corrupción que ciertamente había en muchos de los organismos del Estado; todo lo que vino después fue peor.

A mí me sorprendió el triunfo de la revolución en La Habana y, desde el primer día, me pareció repugnante aquel entusiasmo que llevaba a las turbas a romper los parquímetros y a asaltar los casinos; si bien reconozco que el entusiasmo era muy general y que muchas personas decentes, asqueadas de la política tradicional, pensaron que llegaba la hora de sanear la república. Lo único que hicieron fue romper los diques de contención para que la chusma inundara y sepultara la sociedad cubana.

Ese es el efecto más permanente y pernicioso de este régimen y del que tardaremos más en reponernos, si es que alguna vez ocurre. Aunque todas las dictaduras son nefastas y desmoralizan a los pueblos al inculcarles la abyecta sumisión a un poder absoluto, hay algunas que no agreden directamente la belleza de las convenciones, los modelos de refinamiento; antes bien se distinguen por edificar palacios y crear dechados entre sus clases altas.

Si en Cuba hubiera ocurrido así, habría sido menos grave, porque, a pesar de la dictadura, el cubano habría conservado un prurito de excelencia, una finesse, que incluso podría haber sido impuesta o acentuada desde el poder. Eso no justificaría el secuestro de la democracia, pero compensaría un poco sus estragos. El castrismo no tiene ninguna justificación. Es un desastre de unas proporciones que todavía no hemos tenido tiempo de calcular bien, una desgracia que lo ha contaminado todo, que lo ha corrompido todo, que lo ha afeado todo.

Jesús Díaz, que fue nuestro Saulo de Tarso, me dijo el día que nos conocimos una frase que nunca olvidaré: "yo puse muchas esperanzas en esa revolución; una revolución que no necesitábamos". Es la confesión más sincera y radical que le haya oído decir a alguno de los entusiastas que luego terminaron en el exilio. En verdad no necesitábamos esa revolución. Sin ella, y a tumbos, habríamos avanzado muchísimo, y de Batista nadie hoy se acordaría; sería algo tan remoto como lo era Menocal en mi infancia. Con todos sus defectos, prefiero aquella Cuba, incluidos los lamentables matones de la policía.

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