El período post Guerra Fría ha entrado en una fase de acomodo para las políticas externas de los países grandes.

Payá pide solidaridad con Cuba.

El bloque europeo ha podido adelantar su unión económica y comercial extendiéndola al área monetaria y cristalizando así un fenómeno positivo, socialmente unitario, políticamente pacífico, financieramente sólido y comercialmente envidiable. Mientras tanto Estados Unidos, que emergió como única gran potencia en ese mismo período, no ha podido concretar su hegemonía: en parte por una falta de estrategia para unir a sus vecinos mucho menos desarrollados, y en parte por la oposición discreta que la política exterior de una Europa unida —si se exceptúa, tal vez, el reciente episodio en torno a la guerra con Irak— le ha ofrecido internacionalmente.

Cuba ha tenido un importante papel geopolítico en este juego. Desde la época franquista, Fidel Castro disfrutó de la inesperada solidaridad del caudillo español —padre de la política europea de apoyo velado al gobernante cubano—, que posteriormente se extendió al resto de Europa. La estrategia fue clara: la Isla era un puñal clavado en el corazón de la política exterior de Washington, que fue utilizado por los europeos en una doble dirección. Primero, a través de la "solidaridad" con la lucha de un pueblo "heroico y pequeño" contra una potencia "hegemónica y ambiciosa", que le había impuesto un abusivo "embargo económico"; ello dio abundante oxígeno a la intelectualidad izquierdista del viejo continente. Segundo, garantizando la libre entrada de sus empresas y capitales en el paraíso tropical, que como pocos ofrecía mano de obra barata —por no decir esclava— en un terreno ausente de competidores norteamericanos.

Lo anterior explica la aparente inconsecuencia de la política exterior europea hacia Cuba, que si bien presiona al dictador para que ejecute cambios en su sistema político y social, paralelamente le ofrece créditos, efectúa cuantiosas inversiones en infraestructura y explota la mano de obra cubana de manera oportunista.

Estados Unidos, por su parte, inicialmente enfrentó el castrismo con políticas de apoyo a la oposición cubana, que tuvieron su final después del fracaso de la expedición armada de Bahía de Cochinos, primero, y de los acuerdos Kruchov-Kennedy un año después; quedaba el embargo como tibio remanente de un pasado de enfrentamientos. A partir de ese momento, la política norteamericana hacia Cuba se mantuvo en un impasse inexplicable, mientras La Habana agitaba Latinoamérica con su apoyo directo a las guerrillas y mientras Europa comenzaba a venderle maquinarias y equipos especiales a Castro, disfrutando de un mercado libre de la incómoda competencia estadounidense.

De abastecedor de equipos y mercancías —después de la desaparición de la Unión Soviética—, Europa pasó a ser considerada por el gobernante cubano como su principal socio comercial. Ello ha permitido inversiones estratégicas de miles de millones de dólares en los últimos 12 años; el viejo continente detenta la mayor parcela de capital extranjero en Cuba. Durante todo este proceso el régimen de Fidel Castro reeditó la historia de país agredido y "bloqueado", filosofía que se ajustaba a los patrones europeos de "estar ayudando a Cuba en sus dificultades frente a los norteamericanos". Esto encajó en las tradicionales posiciones de la izquierda occidental, permitiéndole a Europa hacer una "oposición ética" a la política estadounidense hacia la Isla, basada en postulados tan solidarios cuanto hipócritas.