www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
   
 
La tierra prometida
El castrismo y sus herederos. Una reflexión a propósito del último frente de batalla abierto por La Habana.
por ARMANDO AñEL, Madrid
 

La tragedia de la clase política cubana en el poder estriba en su dependencia de Fidel Castro. Una dependencia de dos caras. La primera, la de los incondicionales que por una razón u otra —generacional, pancista, tal vez ideológica— van a hundirse con el barco del castrismo. La segunda, la de ese sector "moderado"
Fidel Castro
Castro y Esteban Lazo, nuevo responsable de los departamentos de Ideología, Cultura, Educación, Ciencia y Deporte. ¿Una relación en blanco y negro?
o "reformista" que estaría dispuesto a navegar las aguas de una transición compartida, pero que no levará anclas mientras el gobernante esté en funciones.

Ambos colectivos enfrentan de distinta manera el fallecimiento del presidente del Consejo de Estado. El primero, desea que sobrevenga después del suyo propio, por lo que aspira a que Castro perdure. El segundo, que ocurra lo más pronto posible, pues de ello depende su futuro. No obstante, y vistas las últimas movidas de La Habana, ninguna de estas esperas será apacible. Si alguien aguardaba una suerte de final incruento, caracterizado por un intercambio más fluido con el Primer Mundo y un Fidel Castro menos protagónico, recluido en la soberana equidistancia de una chochez sosegada, estaba soberanamente equivocado. La ola represiva de principios de año —que golpeó a la disidencia tanto como a la sociedad civil en gestación y sus espacios de compraventa—, y la reacción internacional a la misma, lo demuestran. Y sólo se trata del principio.

Porque la segunda tragedia de la clase política cubana en el poder es que el final del castrismo se ha instalado en esa tierra de nadie en la que ni el Máximo Líder se muere ni deja de hacer el ridículo. En la que, para colmo, ni siquiera deja de matar. Entretanto el tiempo pasa y las amarras que unían a dicha clase con las personalidades y gobiernos democráticos de Occidente, es decir, con sus potenciales interlocutores y/o valedores, comienzan a soltarse. Las reacciones de la Unión Europea, y luego de París, a unas arremetidas que Castro pretendía encajaran Aznar y Berlusconi, hablan por sí mismas.

A medida que el régimen malgasta capital simbólico, cosecha repulsa internacional. A más "marchas del pueblo combatiente", epítetos denigrantes, incoherencias retóricas, tomaduras de pelo radiales, más descrédito. La fórmula no falla. Cómplices o no, los "reformistas" en el poder apenas si tienen sitio para desmarcarse. Ahí está Fidel Castro para condenarlos al infierno de la iniquidad o, más sencillamente, recordarles que ya están condenados. Antes les había enseñado que el paraíso es un bulo.

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