www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 1/2
 
Dos errores no hacen un acierto
Si las acciones de EE UU muestran una concentración de poder con fines bárbaros, la respuesta no puede ser fusilar compatriotas.
por JUAN CLAUDIO LECHíN, Buenos Aires
 

Sin duda, los mal llamados "conservadores" del siglo XIX fueron la línea política más propia de América Latina. Se proponían un Estado fuerte y dieron los primeros visos de incluir al pueblo en el quehacer político. La tontera liberal, que nos enfermó desde la cuna, siempre despreció al pueblo porque quiso otro pueblo para sus inteligencias. En el siglo XX, los conservadores tomaron otros nombres: "nacionalismo", "populismo" y, de manera vanguardista, "socialismo". Si los socialistas se disfrazaron con literatura marxista, eso importa poco. En esencia, estas corrientes militaron en las dos premisas conservadoras que importan: la construcción del Estado nacional y la presencia determinante del factor pueblo. No otra cosa fueron las banderas iniciales de Perón, Paz Estensoro, Betancourt, Haya de la Torre y otros que cosecharon la simpatía general y enaltecieron al continente. Recién cuando devinieron liberales, sepultaron su épica y nuestras posibilidades nacionales.

Manifestante
Manifestante pro-norteamericano durante una concentración en la capital rumana.

Pari pasu, los que nos fascinamos con Fidel Castro, en los albores de la revolución, no lo hicimos porque obedeciera al Estado y la Revolución de Lenin, sino porque elevaba a una altura extraordinaria esas dos concepciones políticas básicas de nuestra enclenque, pero recurrente, ideología continental. ¡Cuánto admirábamos que se presentara en las universidades y los sindicatos, en los comités barriales y en los centros campesinos, a discutir el curso de la nación! Estaba incorporando al pueblo —único sujeto político que imprime dinamismo, salud y brisa a un sistema—, y el Estado crecía en consonancia. Además, proclamaba el romance socialista, noble ideal político europeo, por tanto universal, que nos volvió a hacer soñar, como con franciscanos y jesuitas, en el país del bien.

Fidel se cuadró con la Unión Soviética y entendimos que lo hizo para proteger esas dos condiciones anheladas. Cae la URSS y Castro se mantiene firme. Volvimos a querer creer que lo hacía por la misma razón. Pero que la Isla se pueble de jineteras no puede ser ("la dignidad de América Latina"). Apresar poetas no puede inscribirse dentro del afecto popular. Sin mencionar la larguísima lista de deportaciones y asesinatos. Cuando los enemigos internos son tantos, no puede tratarse sino del pueblo mismo, y al proscribirlo el caudillismo enferma y se torna en dictadura. Los recientes fusilamientos terminan por revelarnos que el esperanzador ciclo conservador cubano se traicionó (y nos traicionó) hace mucho tiempo.

Aunque Fidel Castro más que un caudillo es un monarca —el rey bueno que arrulla nuestro inconsciente colectivo—, el único monarca en serio que dio el continente. Sin embargo, no tuvo el talento de otro rey, Juan Carlos de Borbón, para abrir su sistema y profundizarlo con inclusiones, revitalizarlo con postas, con ideas ventiladas que mantengan vivo el propio sistema a través del concierto apropiado: la voz colectiva. El error de los borbones del siglo XVIII y que Juan Carlos enmienda en el XX, no fue un atributo del monarca latinoamericano, quien al mejor estilo liberal habla del pueblo, levanta su nombre y en las acciones lo aniquila. No otra cosa son los innumerables cubanos desperdigados por el mundo dando clases de salsa, abriendo restaurantes, repartiendo cátedra o viviendo del cuento.

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