www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
  Parte 2/2
 
Gabriel Zaid y los trucos del heroísmo
La Habana o Washington, Castro o Reagan. El desvanecimiento de los centros de producción ideológica de la mitología revolucionaria.
por RAFAEL ROJAS, México D.F.
 

Zaid, contrario a lo que algunos de sus detractores afirmaron, no pasó por alto el papel de la administración Reagan en la guerra civil nicaragüense. Sin embargo, el énfasis de su argumentación estaba puesto en la certeza de que el origen del conflicto postrevolucionario, tan hábilmente capitalizado por Washington, Moscú y La Habana, se hallaba "adentro y arriba", en la rivalidad entre las élites sandinistas: "la causa inmediata de la guerra civil es la hegemonía interna, no la externa. Reagan aprovecha, no crea, la ruptura en la cúspide interna". De modo que el análisis, sin eludir la mezcla de conflictos que abruma las sociedades centroamericanas, debía concentrarse en las tensiones políticas entre los revolucionarios en el poder o, más bien, en el estudio del tipo de política que producen las élites de una revolución.

Todas las revoluciones trastornan el orden establecido y desatan una frenética movilidad social que, en ausencia de nuevas jerarquías e instituciones políticas, asciende a través de lealtades caudillistas creadas durante la etapa insurreccional. Así fue en Francia, en Rusia, en China y en Cuba, con independencia del tiempo que le tomara a Napoleón, a Stalin, a Mao o a Castro imponer un mandato único sobre los demás liderazgos. En México, a diferencia de las tres grandes revoluciones comunistas del siglo XX —la soviética, la china y la cubana—, el sometimiento de facciones y caudillos fue obra sucesiva de varios jefes militares (Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas), pero también de la capacidad integradora y corporativa de un partido. Sólo que ese partido, el PRI, se concibió como una asociación autoritaria —no totalitaria—, capaz de coexistir con una oposición controlada y cierto margen de libertades públicas.

Desde esta idea de la revolución en la historia de Occidente, Zaid se asomó a la experiencia de las guerrillas centroamericanas. La multiplicación de caudillos y tendencias políticas, en El Salvador y Nicaragua, se le reveló como un conflicto de intereses particulares dentro de la élite revolucionaria. Siguiendo la pauta de Silvio Zavala en sus estudios sobre la conquista de la Nueva España, Zaid demandó, pues, un análisis de los intereses particulares que encarnan los héroes de una guerrilla: "¿quiénes son los propietarios de una revolución? ¿quiénes tienen derecho a las posiciones privilegiadas? ¿cómo se reparte?". Preguntas de historiador a las que Zaid respondió con una afirmación de filósofo: "los que se dejan arrastrar por el discurso heroico, suelen lamentar la desunión, la atomización, las pugnas entre grupos revolucionarios, como si fuera natural que los intereses particulares subordinen al interés general".

Justo ahí, en la crítica racional de un proceso tan mítico, tan religioso como una revolución latinoamericana, se fraguaba la mayor herejía. El heroísmo revolucionario, a diferencia del heroísmo clásico que narrara Plutarco o del heroísmo romántico que describen las biografías de Emerson y Carlyle, no admite compensación entre vicio y virtud, entre genio y perversión. El héroe revolucionario moderno (Robespierre, Lenin, Mao), y, especialmente, el héroe revolucionario moderno latinoamericano (Bolívar, Martí, Zapata, Sandino, el Che, Fidel…) aparece en las ideologías guerrilleras como una criatura inmaculada, un dechado de virtudes, un santo laico —y en algunos casos, ateo— siempre desprovisto del maquiavelismo que implica la lucha por el poder. En esa imposición del liderazgo único, Fidel Castro ha sido, sin lugar a dudas, el caudillo más exitoso de la historia latinoamericana. Su éxito, como advierte el poeta Gabriel Zaid, se debe en buena medida a un talento político puro, estrictamente maquiavélico, que mantiene a raya los escrúpulos morales, las dubitaciones teóricas y los sentimientos poéticos y que lo diferencia radicalmente de mártires guerrilleros como el Che Guevara o el propio Roque Dalton. La ventaja de Fidel sobre esa guerrilla poética, cuya última manifestación ha sido toda una parodia, el Subcomandante Marcos, es que Castro sigue un itinerario al revés: él no va de los libros al poder, sino del poder a los libros.

En este punto, el del rechazo a toda despolitización religiosa del heroísmo revolucionario, la crítica de Zaid insinúa una suerte de teología política liberal, heredera del Cosío Villegas de Extremos de América y del Paz de El ogro filantrópico y hermana del Krauze de Por una democracia sin adjetivos, que defiende la secularización de la vida pública en sociedades católicas. La "urgencia moral de la teología de la perfección", que caracteriza al discurso revolucionario, impone un tabú: la pugna por el poder dentro de la élite. Se habla de "voluntad general", de "lucha de clases", de "unidad entre el pueblo y la revolución", pero se oculta la tecnología despótica que garantiza la conquista y, en su caso, la preservación del poder hasta la muerte. Esa tecnología, basada en una serie de mañas o trucos funcionales, como el síndrome de plaza sitiada, la militarización de la sociedad, la lealtad incondicional al caudillo, la subordinación de las libertades públicas a la seguridad nacional, es el trasfondo instrumental del heroísmo revolucionario.

Pero en cualquier revolución, como dice Zaid, es ineludible el "problema de los héroes", ya que "después de la vida heroica, disciplinada y clandestina de las guerrillas, no ha de ser fácil quitarse las botas". Sobre todo cuando se trata de guerrilleros letrados, de clase media, como tantos líderes nicaragüenses y salvadoreños, que subían a las montañas con una nutrida y variopinta dotación de lecturas marxistas y estructuralistas. El canon doctrinario de aquellas "guerrillas universitarias" (Marx, Lenin, Mao, Guevara, Debray, Althusser, Gramsci, Fanon…) se estrellaba contra el catolicismo telúrico del campesinado y el fracaso de la movilización hacía emerger la querella política entre las élites. La crítica liberal, afirma Zaid, consiste en distinguir esos "intereses particulares disfrazados de interés general" que se esconden tras un "idealismo que se pone las botas".

La historia reciente de Nicaragua y El Salvador ha dado la razón a Zaid. Antiguos guerrilleros como Daniel Ortega, Joaquín Villalobos y Shafick Handal son hoy políticos civiles que representan intereses particulares y que aceptan el nuevo pacto de las nacientes democracias nicaragüense y salvadoreña. Esos intereses, que se reflejan en una porción de votos de la ciudadanía electoral, determinan la autoridad acotada que pueden ejercer dichos líderes, ya sea en el gobierno o en la oposición. El trance revolucionario, ese interregno utópico en que la Nación y el Estado, el pueblo y el gobierno, la sociedad civil y la sociedad política parecían fundirse bajo una personificación mesiánica de la voluntad general, se ha desvanecido y el trucaje del heroísmo ha quedado al descubierto. El nuevo régimen no es más que una democracia imperfecta, desigual y corrupta, pero que permite alcanzar sin sangre el poder dividido de la república.

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