www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
   
 
Ciegos de todo
Cuba no ve el mundo si no por la pupila del maestro único.
por MIGUEL CABRERA PEñA, Santiago de Chile
 

De vez en cuando los funcionarios cubanos deslizan, casi sin querer, alguna verdad. Es cierto lo que recientemente expresó el ministro de Informática y Comunicaciones, Ignacio González Planas, en cuanto a que la política con respecto a Internet no ha cambiado. Esta indudable muestra de buena memoria podría extenderse mucho más allá de la red de redes y mucho más atrás en el tiempo de lo que ya va dejando de llamarse postmodernidad.

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Información a precio de oro: 'Nada ha cambiado'.

Uno de los problemas más graves y prolongados del proyecto revolucionario tiene sus raíces precisamente en la desinformación (sin hablar de la información tergiversada) que casi desde sus inicios implantó el proceso. El ocultamiento se fue convirtiendo en línea maestra sin la cual la prolongación del sistema resultaba inviable.

Alguien podría pensar que Fidel Castro rozó la genialidad el día en que se le hizo claro que tenía que ir contra Marx, que su perpetuación en el poder dependía menos del desarrollo de lo que el judío alemán definió como fundamento económico —a fin de cuentas la URSS mantendría a Cuba durante tres décadas—, que de la información bajo estricto control, tiranizada.

Sobrepondría Castro ciertas porciones de la superestructura a la base productiva. ¿Pero hasta dónde se alzó tal recambio como contrahechura del marxismo en beneficio privativo o se cayó en la mera imitación de lo que sucedía en lo que se conocerá como "socialismo real"?

De aquí parte la ventaja política que, a imposición, se creó el gobernante. Gran parte del sufrimiento del pueblo cubano arranca de esta premisa. Huérfana del acceso a estadísticas, de los meollos fundamentales sobre los que se despliega el planeta, de las ideas que se abren campo o se desploman, de los rumbos que va dando el ser humano a su convivencia, la Isla se convirtió en un aula donde un único maestro de discursos inacabables enseñaba lo que él sí —muy privilegiadamente— podía conocer.

Una anécdota quizá ayudaría a alumbrar más allá de cualquier afirmación. Por el 2000 se leyó en Granma una larga disquisición sobre el dólar, su predominio mundial y su valor como expresión del estado de la economía norteamericana. Castro acababa de enterarse que el patrón oro había sido eliminado como sustento del billete desde décadas atrás —se lo dijo un experto norteamericano— y él retransmitía lo aprendido en aquel diálogo.

Para intentar interpretar —y tomar partido frente al texto— había que conocer historia económica y financiera de Estados Unidos. Pero el quid del asunto residía en que en la Isla no se ha publicado un solo libro sobre las causas del avance económico norteamericano ni, por supuesto, de la incidencia en ello de las libertades que usufructúa el ciudadano norteño. Cuba no ve el mundo —prácticamente desde 1959— sino a través de la pupila del jefe y la grita insulsa de su ejército de heraldos, cuyas ignorancias son a veces dignas de galería.

Solamente un ciego de absoluta ceguera negaría hoy, en fin, que un factor cardinal que permitió a Castro eternizarse en el poder fue la enajenación del pueblo de la información varia y poliédrica.

Se agita, sin embargo, una contradicción insalvable entre esa enajenación colectiva y lo que desde hace casi medio siglo promete diariamente el gobierno: el incremento del nivel de vida de las personas. Si hasta hace pocas décadas ya el acceso a la información influía con peso enorme en el terreno económico, en la creación de riqueza, piedra basal en la estructuración eficaz y a largo plazo de cualquier otro ámbito de la vida en sociedad, hoy no existe tal influencia: el conocimiento, la información, es el desarrollo mismo.

Pudiera acudirse a la imagen clásica: la sociedad cubana se traga su propia cola, se fagocita, se consume desde su propia tendencia, muele y remuele su debilitado esqueleto, y todo en aras de mantener en el puesto de mando a un hombre y su cohorte. Pocas veces la historia presenció un fenómeno de autodestrucción paulatina de semejantes características, proceso inserto en la hemiplejia colectiva, la moral en quiebra, el imperio de las ideas agotadas y las esperanzas marchitas.

Recientemente, el doctor Francisco León se refería en estas páginas a la parcialidad de los conocimientos que se imparten en Cuba en el sistema educativo. Vale en este tema reiterar las palabras del ministro de Informática y Comunicaciones: nada ha cambiado, en esencia, como sucede con la política excluyente que se adoptó desde los albores de Internet en el país.

Y ya se sabe que una sociedad que no cambia se esteriliza y se vuelve incapaz de generar los conatos, discusiones y choques que interesan al porvenir. Esto es tan viejo y resabido que únicamente en el caso de Cuba no constituye una redundancia tener que recordarlo.

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