Ahora que el rapero Nilo Castillo prepara su segunda obra con la discográfica Virgin, no puede dejarse de pensar que esa vocación, o mejor dicho, ese instinto no eran más que el fruto de una especie de estado natural albergado en su casa.

Cualquiera que fuera a ver al rapero a La Habana, lo primero que sentía era la música a toda mecha. Se oía incluso antes de cruzar por el angosto paso que desde la calle 35, en Marianao, daba acceso a su casa. Lo segundo, un vaho mezcla de pintura acrílica y aguarrás, que hacía cosquillear la nariz y respirar con aleta de pez.

Dentro, para caminar, había que esquivar pinceles, tubos de óleo y acrílico, bandejas de comida con rastros de colores y cuantos desperdicios podía uno imaginarse. Debía uno apartar pinturas, serigrafías, y bocetos en lienzos y cartulinas, si quería encontrar un lugar donde posarse.

Evidentemente, allí vivía un pintor, pero tenía tantos casetes y discos de música como instrumental pictórico. En realidad, pasaba más tiempo escuchándola, cantando o bailándola, que pintando cuadros. El padre se había largado por el Mariel con sus dos hermanas. Y su madre Cristina, que cantaba boleros (de verdad), siempre estaba de gira por el interior. Pero cuando coincidíamos, ella también se unía a nuestra bachata, o nosotros a las de ella.

Un día me dijo: "Mira, este es Meme Solís, un gran compositor y arreglista cubano". Meme había estado montando los temas que ella debía cantar para una evaluación del Ministerio de Cultura. La sesión ya estaba terminada, pero festejaban el santo de uno de los músicos, así que en un abrir y cerrar de ojos Cristina destapó el altar y comenzó el toque. Los pedidos y las ofrendas fueron breves, y después Meme repartió aguardiente Coronilla con agua de coco y el cuarto pronto se llenó con humo de tabaco.

En la sala se oía a Lep Zeppelin, Tears for Fears, Metallica, U2 o Police, pero en el cuarto Meme ponía notas con la guitarra y Cristina cantaba temas de César Portillo de la Luz, Manuel Corona, María Teresa Vera… Luego, cuando se acabó la Coronilla, en la sala había alcoholifan con té y fueron entonces ellos quienes tararearon canciones en inglés. Era como si me hubiese caído un piano en la cabeza, estaba borracho de alcohol y humo, pero también de música. Ese es el estado natural de Castillo, no vive en resaca sino en una continua borrachera musical.

Quien conociese aquella realidad, le resultaría fácil caer en la tentación de encontrar en Guajiro del asfalto (2002) una obra en la que salta a primera vista no sólo el material autobiográfico empleado por el autor, sino también cierta postura que encarnó las ansias de apertura y transparencia cultural de gran parte de aquella generación.

La última canción de este álbum fue grabada el día que cumplía diez años de haber abandonado la Isla. En ese trayecto ha trotado por medio mundo como un emigrante latinoamericano más, enfrentado a las penurias y el desarraigo que significa vivir en tierra extraña y entre seres extraños.

Primero, Ecuador, luego Alemania y, por último —quién sabe hasta cuando—, España, donde por fin hizo realidad su viejo sueño de hacer un disco de hip-hop. Las calles, el barrio, los colores y las voces de La Habana laten en medio del bullicio de su gente (Interludio pa' la playa), pero también emergen la desilusión, el dolor, la rabia y el sentimiento de frustración de generaciones enteras de cubanos víctimas del engaño y la manipulación castrista.