www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
  Parte 2/4
 
Un bolero para Joaquín
El escritor Eliseo Alberto rememora su amistad y cercanía intelectual con Joaquín Ordoqui, fallecido esta semana en Madrid.
 

Con anterioridad, habían deambulado como gitanos por Pekín, Praga, Budapest. Poco tiempo después del triunfo revolucionario de 1959 (una coronación de la historia que los Ordoqui y los García Buchaca también celebrarían como suya, por derecho ganado en barricadas), mi buen amigo tuvo que padecer las crueldades rebeldes de la injusticia: en 1964 sus padres fueron detenidos y condenados en un proceso político muy largo de contar pero, sin duda alguna, de una severidad extrema.

Recuerdo el único mediodía que vi en Calabazar al viejo Joaquín, líder ferroviario y ex secretario general del Partido. Estaba blanco en canas, muy enfermo; escribía sus memorias en una libreta escolar, al aire libre, sentado en la punta izquierda de la larga mesa de la terraza. "Hola, Comandante", le dije con respeto a su grado militar. "Dime compañero, muchacho", rectificó el sindicalista y continuó la tarea de no olvidar a sus camaradas de antaño. Los custodios jugaban dominó en la garita de entrada.

— Linda casa —le comenté a Joaquinito, al despedirme.

Un soldado cerraba la veja de hierro. Sonrió. Le faltaba un diente.

— Ésta ya no es mi casa —me respondió con la carita trabada entre los barrotes de la puerta: — Yo no sé dónde está mi casa.

Apestado, solitario, hiperactivo, mi amigo vivía en la ratonera de su prisión domiciliaria, rodeado de libros. Sandokan, el valiente Sandokan, venía por él cada medianoche y lo llevaba a soñar por ahí, bien lejos. Si Sandokan no podía, por alguna razón comprensible (un tifón en las islas de la Polinesia, un combate naval en el mar de Célebes, Filipinas), Matías Pérez lo substituía y entonces se iban a volar en globo sobre Santiago de las Vegas o los mausoleos del Cacahual.

Gracias a la conspiradora tozudez de su hermana Anabelle, las autoridades del Ministerio del Interior cedieron a los reclamos de piedad y, como excepción de la regla, aceptaron por fin que el niño visitara a la familia De Diego-García Marruz, allá en la arroyonaranjera Villa Berta. El Mando con mayúscula exigió dos condicionantes para la negociación: la permanente presencia de un custodio y el compromiso de que el niño nunca se quedara a dormir fuera de Calabazar.

La vida, sin embargo, dictó sus propias normas y más temprano que tarde los carceleros se aburrieron de hacer el ridículo en las escondidas y dejaron de ver enemigos en la muchachada que frecuentaba la finca para jugar baloncesto en un aro improvisado; si bien Joaquinito no se quedaba a dormir en casa, sí nos amanecía encima conversando en torno a un tablero de ajedrez, a buen refugio en la casa de muñecas de mi hermana, nuestro Club de Tobi. "¡A esconderse que ahí viene la basura!", cantábamos despatarrados de la risa. Poco a poco, ese mastodonte se metió en nuestros bolsillos. Llegaría a ser el hermano menor.

II

Un día cualquiera, Joaquín se escondió tan bien tras las arecas que se nos perdió de vista varios inviernos. Reapareció con diecisiete años, ya casado y con barba leve, de alguna manera independiente, decididamente soberano. Para esas fechas, vivía en un apartamento de La Rampa habanera, al centro de nuestras tentaciones nocturnas, en compañía de una actriz bella y célebre de quien yo había "leído hablar" porque también era un personaje de Tres tristes tigres, la insuperable novela de Guillermo Cabrera Infante.

Todo o casi todo en esta puta vida responde a un incierto mecanismo de causa/efecto, y nuestro amigo entregó lo mejor de su juventud, es decir, el candor, en aras de vivir una experiencia tal vez desamorada y prematura pero que entonces, en aquellos años duros de guerrillas y mayos franceses y zafras millonarias, en aquellas madrugadas de Gatos Tuertos y Picos Blancos y canciones protesta y baladas marihuanas y malecones desbordados, en aquellas tardes de conversación en la catedral y otoños patriarcales, fuera del juego y el paradiso prometido, entonces, contaba, se parecía muchísimo a la espléndida sensación de volar solo, libre, y de hacerlo a cuenta y riesgo en la dirección que nos diera a cada uno nuestra realísima gana.

1. Inicio
2. Con anterioridad...
3. A finales de los sesenta...
4. Sólo coincidíamos...
   
 
RegresarEnviarImprimir
 
 
En Esta Sección
Un huracán llamado Tía Julita
CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami
Un año de Raúl Rivero
Música bailable para el nuevo milenio
CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami
Apuesta conceptual
DENNYS MATOS, Madrid
Escrito en la Cuba de enfrente
CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami
Editoriales
Sociedad
Cultura
Internacional
Deporte
Opinión
Desde
Entrevista
Buscador
Cartas
Convocatorias
Humor
Enlaces
Prensa
Documentos De Consulta
Ediciones
 
Nosotros Contacto Derechos Subir