www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
  Parte 3/4
 
Un bolero para Joaquín
El escritor Eliseo Alberto rememora su amistad y cercanía intelectual con Joaquín Ordoqui, fallecido esta semana en Madrid.
 

A finales de los sesenta, Joaquín llegó a vernos a nuestra casa en la calle E entre 21 y 23, No. 503 (ya habíamos dejado atrás Villa Berta) y nos presumió el rosario de amigos que había encontrado en la ciudad. Gente de mucho mundo: directores de orquesta, contrabandistas de obras de arte, músicos de cabaret, productores de televisión, cantantes trasnochadas, bandidos de cine. A un reto, otro: volvimos a jugar ajedrez, como en los tiempos de oro de nuestra aún reciente adolescencia. "Te nos fuiste por delante, cabrón", le dije, "nos diste tubo y raya: escobita nueva barre bien" —y lancé contra el fiancheto de su enroque mi caballería, una torre, dos alfiles, mi dama y tres peones; lo hice con roña, saña, mala leche, porque esa noche de celos yo quería arrollarlo, doblarle las rodillas, derrotarlo sin piedad y así hacerle pagar la traición de ser "todo un hombre" antes de tiempo.

— ¿Es bonito tu departamento en La Rampa? —le pregunté dos jugadas antes de darle jaque mate.

— Esa tampoco es mi casa.

A los diez minutos, Joaquín tuvo que reconocer mi superioridad. "Ahora, cuéntame, ¿no?", le dije y nos servimos dos vasos de ron Caney. "¡A esconderse que ahí viene la basura!". Puestos a beber, hablamos de mujeres. Digo, habló él; yo, escuchaba.

III

Joaquín siempre fue atrevido, ingobernable. Autodidacta de pura sangre, encontró en el periodismo, la radio y la crítica musical tres praderas estupendas donde desbocar su talento literario. En La Habana de los setenta, sus radio-novelas causaron furor en amas de casa, enfermeras y albañiles; a veces, tantos años después de aquellas trasmisiones, aún escucho en sueño los alaridos de sus piratas "franchutes" al abordar, a sablazo limpio, las naves españolas que cargaban en la barriga lingotes de oro y estatuas en madera de Santiago Apóstol (¡ah!, Sandokan, el valiente Sandokan).

Alguien, quizás su hijo, debería armar un libro con los inteligentes y amenos artículos que publicara en Encuentro en la red y la revista Encuentro de la Cultura Cubana, de la cual era miembro de su más reciente Consejo de Redacción. Que yo sepa, y creo conocer bastante a mi pequeño-gran oso, a lo único que tenía terror era a publicar su poesía, de veras buena. Me conmovía, me conmueve, esa profunda timidez de ermitaño. Recuerdo la imagen de un joven legionario (¿o era cosaco en el poema?) acuclillado en el fondo de una trinchera de versos, bajo una nevada, y en la memoria lo escucho silbar octosílabos para sacudirse el frío, cañonazos van, relinchos vienen de borde a borde en la página manuscrita. Ernesto Cardenal le dedicaría a Joaquín un capítulo entero de su libro En Cuba (1972) —tanto lo habían impresionado los versos que el propio Joaquín se atreviera a leerle en casa de un amigo común.

Nuestra amistad se basó en la discrepancia, como perro y gato. Cuando un perro y un gato se hacen compinches, el lazo no lo rompe nada ni nadie. Gracias a Dios opinábamos diferente sobre casi todos los temas de este mundo, incluido el de la existencia o no del propio Dios. Mi formación cristiana chocaba con la suya, marxista de cuna, como dos locomotoras en una misma línea y en sentido contrario.

Yo prefería a García Márquez, Los Beatles y Roberto Fabelo, Joaquín a Vargas Llosa, los Rolling Stones y Moisés Finalé. "El negativo Virgilio Piñera por delante del positivo José Lezama Lima", decía para mortificarme: "René Portocarrero detrás de Raúl Milán y Lino Novás Calvo sobre los hombros de Alejo Carpentier: la música popular cubana se acabó con Juan Formell". Discutíamos a gusto. Sabroso. Mi Benny Moré no podía compararse con su Miguelito Cuní, ni Silvio Rodríguez con Pablo Milanés, "ni el bueno de tu primo José María con su arrebatado hermano Sergio Vitier". La Rebambaramba de Amadeo Roldán, sí; Siboney de Ernesto Lecuona, no.

Según su precario juicio deportivo, el tramposo Alexander Alekine era mejor ajedrecista que el genial José Raúl Capablanca, ¡vaya disparate!, y Ángel Milián, un boxeador más completo que Teófilo Stevenson, el cinco veces monarca de los pesos completos. De zurdo a zurdo, mi idolatrado Rigoberto Betancourt (cartero en motocicleta de Arroyo Naranjo) parecía un pitcher manco ante las curvas de humo de Santiago Changa Mederos, el relevista por excelencia. "¡Ay, Joaquín, no digas bobadas!", le respondía: "¡Ahora resulta que el santiaguero Alarcón es mejor que el capitalino Hurtado! Sería el colmo de los colmos". Pues sí, para él sí. En baloncesto, nadie alcanzaba a igualarse al temperamental Tamakún Martínez, muy superior a Pedro Chapé o Ruperto Herrera o el legendario Raúl García, de quienes mi hermana Fefé y yo éramos fanáticos ciegos.

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