www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
  Parte 4/4
 
Un bolero para Joaquín
El escritor Eliseo Alberto rememora su amistad y cercanía intelectual con Joaquín Ordoqui, fallecido esta semana en Madrid.
 

Sólo coincidíamos en generalidades de nuestro panteón cultural: estábamos convencidos que los Diarios de José Martí inauguran la literatura cubana del siglo XX, y también de acuerdo en la tesis de que la Isla no sería país hasta que los negros fueran invitados a participar, de verdad, en el diseño de una nación moderna. Nos parecía una injusticia que la Virgen de Regla hubiera quedado un tanto eclipsada ante el brillo patronal de la Caridad del Cobre, siendo como era, la del puerto, una deidad urbana. Nunca lo contradije cuando me decía, con orgullo de quien descubre el agua tibia, que los frijoles negros llevan un chorro de aceite de oliva y una cucharita de azúcar blanca, para que espesen rico. Ambos nos teníamos por expertos cocineros, pero de escuelas opuestas: yo me apegaba a las recetas tradicionales, de criollísima contención, y reconocía públicamente el magisterio de Nitza Villapol. Joaquín no. De eso nada, monada.

Cada vez que se disponía a preparar un tamal en cazuela, por ejemplo, en ese justo momento él estaba inventando la alquimia de la harina de maíz, la piedra filosofal del aliño al mojo de ajo, los fuegos fatuos del orégano. "Soy un profeta de la cebolla, el fabulador de las hojas de laurel, curandero del cilantro, el curri y el perejil", decía pomposo al anudarse el delantal tras sus cuarenta y seis pulgadas de cintura. Le importaba un comino el exceso de comino y condimentaba sus platillos a golpe de manos, con absoluta irresponsabilidad y arrogancia, casi autosuficiencia. Pelaba papas, cantando. Debo reconocer, a fuerza de ser honesto, que era mucho mejor cocinero que este humilde servidor —aunque malo yo no sea, modestia aparte. Ante un fogón, mi amigo era sencillamente un mago. Joaquín Merlín.

IV

"¡A esconderse que ahí viene la basura!". Otro buen día, éste de 1973, Joaquín volvió a ocultarse tras las arecas y asomó la nariz en la Universidad Carlos Marx, de Leipzig. Tenía una beca para "vencer" estudios germánicos. De pronto, le perdieron la pista en alguna taberna democrática y alemana. Un agente de la Seguridad del Estado fue a verme a la revista Cuba Internacional, donde yo trabajaba, y me preguntó si creía a Joaquín capaz de traicionar la Revolución.

Los oficiales que atendían su caso pensaban que mi amigo estaría en "el Berlín capitalista", al otro lado del Muro. Yo le dije al emisario que no se traiciona a quien antes te clavó un puñal por la espalda, y que de nada valía caernos los dos a mentiras. Al pan, pan; al vino, vino: ellos odiaban al incómodo Joaquín, a pesar de lo mucho que decían estimarle. Entonces cambié el rumbo de los reproches y me atreví a restarle importancia a la súbita desaparición: "No hay nada político en este asunto. Búsquenlo en hoteles baratos, de la montaña, revolcado en la nieve. Revisen cada cabaña abandonada, cada caverna: ese mala cabeza debe haber ido en pos de una pelirroja despampanante, no jeringuen".

Tenía razón: apareció en Polonia, enamorado de una chica con apellido raro y nadando en una bañera de vodka. A su regreso a la Isla, nos citamos en el bar del restaurante El Conejito, uno de nuestros escondites preferidos. "Hermano, Europa Oriental es una ruina: yo me largo. Debo encontrar mi casa en otra latitud", me dijo y se apuró la cerveza: "La cerveza cubana, por cierto, es mejor que la berlinesa". Una vez más se me adelantaba.

Yo sé qué estaba haciendo Joaquín el viernes 1 de junio de 1984, a las cinco y veinte minutos de la tarde. Ese día, a esa hora, quien esto escribe estaba solo como un perro en la sala de espera del Hospital Materno Infantil de Marianao. No recuerdo por qué nadie pudo acompañarme en fecha tan señalada, pero lo cierto es que me mordía las uñas en un descanso de la escalera cuando, de pronto, escuché en el aire aquel lamento tirolés de mi adolescencia y sentí que retumbaba el piso del edificio bajo el trancazo de unas pisadas rotundas, y los bebitos sietemesinos saltaban como balones en las incubadoras y los bombillos eléctricos parpadeaban luz a intervalos angustiantes: era mi oso, Joaquín, que trotaba hacia mí a paso doble: "¡Ya llegué, ya llegué!", rebotaba el eco de su voz, de pared a pared. Al abrazarme, me traqueó la columna. Un minuto después, salió una enfermera y me anunció que había nacido María José.

Joaquín volvió a volar en 1987, en esta ocasión rumbo a Perú. Allí volvimos a encontrarnos en un oscuro departamento de Lima la Horrible. Le iba mal. Estaba flaco, sin afeitar, descamisado. Fumaba como una chimenea y me impidió que abriera las cortinas para airear la sala. Acababa de pedir asilo político y se veía nervioso pero al mismo tiempo feliz de haber cortado definitivamente su cordón umbilical con la Isla y los malos recuerdos del pasado. "La vida está al frente: el único sueño del tigre es la libertad", me dijo. Siete años después se posó definitivamente en Madrid. Por fin tenía casa. Su casa. Mi casa. En un rincón, un tablerito de ajedrez.

Blancas: Eliseo Alberto.

Negras: Joaquín Ordoqui.

Apertura Española.

Madrid, 11 de enero 2004

Partida No. 14156. Última del Match.

1. P4R, P4R

2. CR3A, CD3A

3. A5C, P3TD

4. A4T, C3A

5. O-O, P3T

¡Error! Mal movimiento: mi pequeño-gran oso nunca aprendió a jugar bien una Ruy López. ¡Qué importa, carajo! ¿Tablas? ¡Tablas! Joaquín Ordoqui García murió el domingo 11 de enero de 2004, en Madrid, a las ocho y media de la noche. Tenía cincuenta años. A su lado estaban sus dos hijos, su esposa, su hermana Anabelle, un puñado de amigos. Cuando termine de cantar este bolero, voy a buscar tras las arecas de mi casa.

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