www.cubaencuentro.com Lunes, 31 de mayo de 2004

 
  Parte 2/2
 
El que arrojaba uvas ardientes
por LORENZO GARCíA VEGA, Miami
 

El surrealista, amigo y coetáneo

En fin, que tuvieron que pasar muchas cosas, y, entre ellas, el salir como en estampida de la Isla, para poder, después de algunos años, y después de la contra-cultura, y ya en Nueva York, podernos encontrar con el surrealista, amigo y coetáneo, Juan Sánchez Peláez, conque nos debíamos de habernos encontrado antes, mucho antes. Pero, en fin… Estábamos destinados a encontrarnos, y las Leyes de la Necesidad Cósmica (unas Leyes que pudieron haber sido dictadas por ese Gurdjieff que estuvo leyendo Juan la última vez que lo vi) condujo al poeta Octavio Armand a ponerme en contacto con Juan (y con su compañera Malena, por supuesto), en una noche neoyorquina de la década del setenta.

Y ¿quién era Juan, poeta venezolano nacido en 1922, en Altagracia de Orituco, estado Guárico, y que murió en Caracas, en noviembre del año pasado, ¿quién era ese Juan que, con camisa de cuello de tortuga y ojos picassistas, conocí en una noche de Nueva York? Pues bien, mirando por una ventana de este mes de enero, por una ventana que, no se sabe cómo, me pone en contacto directo con el oro viejo, ¿alquímico?, de una luz, esto así, sin más ni más, me enfrenta con el peso de la ausencia de éste, mi amigo el poeta Juan, quien tan bien definirse supo de esta forma: "Y sé de mis límites/ -poseo morada, mi morada es/ la ironía,/ a lechuza viva, no/ embalsamada/ la lechuza que está en el pozo de la/ luna/ a la una muy sola de la/ madrugada".

O recuerdo una vez, cuando salido de un cuarto que estaba en el alucinante patio de su casa en la Altamira de Caracas, Juan llegó a la terraza donde yo estaba para decirme de sopetón, pero sin estridencia: "Suenan como animales de oro las palabras". Y entonces —puedo asegurar que fue así—, me alucinó oír a Juan decir eso, ya que, de una manera que no sabría explicar ahora, yo entendí que lo que estaba diciendo el amigo poeta no era un verso suyo, sino aquello, animales de oro, que él, asomado al fulgor, como si fuera un niño, parecía saber pesar con sus manos.

O Juan, ¿cómo sabría decirlo?, con su sordera, en los lentísimos, lentísimos paseos que hacía, y en los que él, como una figura del Zen a quien le acabaran de haber quitado el bastón que en realidad nunca había tenido. Lentísimos paseos, repito, y sobre todo recuerdo uno, paradigmático, que nos dimos por el paseo de los Chorros en Caracas, y en donde a mí se me ocurrió decirle a Juan que, en cualquier momento, de brazos con la Emperatriz Carlota, bien se nos podría aparecer ese Ramos Sucre, poeta venezolano tan cercano a nosotros.

Se me ocurrió decirle y el amigo Juan, poeta sin bastón, avanzó unos pasos, como él solía hacer en sus paseos; y retrocedió un paso, como él enseguida volvía a hacer; y me agarró del brazo, como a continuación siempre él solía hacer; y esto para, como siempre, finalizar abriendo los ojos, o tapándose la boca, tal como un genial personaje de película silente que supiera decirlo todo sin tener que utilizar ningún sonido.

Pues Juan, a su manera, junto a lo colorinesco de su palabra, fue un personaje de película silente. Aunque eso sí, un personaje silente, que en ciertos momentos, supo cantarnos Júrame, aquella canción, compuesta por María Greever en 1926, y que él tanto quiso ("Estoy seguro —me dijo una vez— que de haber sido conocida por los viejos surrealistas hubiera sido una de sus canciones favoritas").

O Juan, al final, que como nadie supo evocar a ese César Moro, figura con el cual puede identificarse el surrealismo hispanoamericano, y esto así con palabras que, también, sirven para despedirlo a él, en esta breve reseña: "César Moro, hermoso y humillado tocando un arpa en las afueras de la Luna me dijo: entra a mi casa, poeta pide siempre aire, cielo claro porque hay que morir algún día, está entendido hay que nacer, y estás ya muerto el suelo se quedará aquí, siempre, ancho y mudo pero morir de la misma familia es haber nacido".

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