www.cubaencuentro.com Lunes, 28 de marzo de 2005

 
  Parte 1/2
 
La Habana: Manual para disfrutar el apagón
por RAFAEL ALCIDES
 

Discutía yo días atrás con uno de esos españoles insolentes que llegan a Cuba por una semana con un par de pulóveres, calzoncillos y calcetines para el recambio, una laptop, algunas viagras y ochenta o cien condones.

Apagones
Cuba: ¿un eterno apagón?

Instalado en una casa donde alquilan, ya tenía allí el ibero de mi cuento la prieta joven y flaca como un fideo pero con un trasero de anjá que la dueña le deja meter a medianoche, por la izquierda, corriendo el riesgo de que la sorprendan y le quiten la licencia, pues en la Isla, ni en hoteles ni en casas privadas está permitido ese tipo de comercio licencioso, propio del capitalismo.

Aparentemente era feliz el ibero. La prieta chillaba en el ejercicio de lo suyo con bríos tales que él tenía que meterle una almohada en la boca, y además, pertenecía a una serie que no conocía el agotamiento. Pero estaba ese asunto de los apagones, me decía él escandalizado. No entendía que quienes habíamos tenido un Capablanca y un Lezama y un Carpentier, los hubiéramos soportado, con períodos de mayor o menor frecuencia, durante más de cuarenta años. Hablaba de eso aquel infeliz como si se tratara de una catástrofe.

Hice lo posible por sacarlo de su error. Muy raro es, le razonaba yo, el niño que no haya jugado el juego de que se ha quedado ciego. Pero siempre alguien lo llevó de la mano y frustraba la ilusión del juego el hecho de saber que, si abría los ojos, vería. Ahora, el apagón le permitirá a aquel niño de otro tiempo llevar dicho juego hasta su final, tantas horas como puedan demorar en poner la luz de nuevo.

Tanteando como un ciego auténtico, podrá recorrer la casa, establecer el número de pasos que hay de un mueble a otro o de una habitación a otra, reconocer por el tacto los diferentes objetos, poner a prueba su sentido del olfato abriendo pomos, reconocer por los pasos en la escalera de quién del edificio se trata y hasta experimentar escribiendo en la oscuridad con renglones rectos.

Eso, si le diera por emplear en tales modestos experimentos, que lo pondrían en paz con su infancia, el precioso tiempo que algunos aprovechan en empeños mayores y humanamente más enriquecedores. La oportunidad, por ejemplo, de sentirse un asirio o un caldeo o un babilonio escrutando el cielo.

Si el balcón o la calle no le fueran suficientes, subiría a la azotea. Esa espléndida vista del firmamento, además de los conocimientos astronómicos que le ofrecería, llevarían al escrutador a experimentar elevados pensamientos que harían de él un ser humano mejor. Al compararse con tal infinitud, dejaría de sentirse importante por muy famoso que fuera, y en segundo lugar, experimentaría el emocionado deseo de dar gracias por habitar un mundo provisto de tan apabullante esplendor, enriquecido por tales lujos, ornamentado allá arriba por tan inconcebible joyerío de cuento de hadas, acaso como un lenguaje que quisiera decir algo y que él, si mirara con atención y repitiera su observación durante muchas noches, podría a lo mejor descifrarlo.

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