www.cubaencuentro.com Lunes, 28 de marzo de 2005

 
   
 
La Habana: La venganza del ajiaco
por RAFAEL ALCIDES
 

En un tiempo el ajiaco fue la comida del pobre. Salía el guajiro a la guardarraya, cortaba unos plátanos en un racimo todavía nuevo por falta de un par aguaceros para sazonar, sacaba unas yucas, buscaba una calabaza y cuatro o cinco mazorcas de maíz tierno, escarbaba por allá en busca de un ñame o de unas malangas, arrancaba entre la bejuquera un boniato, cortaba todo eso en trozos y con un diente de ajo, sal a gusto y una hojita de cilantro lo ponía a hervir en un caldero, y en cuarenta minutos, si las yucas eran buenas, estaría el ajiaco listo para ser bajado del fogón y servido con unas gotas de limón, pues al contrario de los granos, que necesitan dejarse en remojo desde la noche anterior y cocinarse con agua de lluvia, las viandas no necesitan tales finuras.

Platos

Caso de que el maíz no fuera tierno, se le echaba al caldo para espesarlo unas bolas de maíz seco amasadas con yuca o con calabaza —argamasa de cocina que les impediría desbaratarse antes de que el agua caliente tuviera tiempo de fraguarlas—.

Y si en la ciudad, igual. Por rápido y por barato, el ajiaco fue tan humillado por el pobre durante toda la República, que la vergüenza de este plato sólo hallaría par en el de la harina de maíz seco. Como que a centavo la libra de yuca y a tres o cuatro plátanos macho de respetable tamaño por un medio, la calabaza regalada y lo demás igualmente por el suelo, con diez centavos y mucha agua podías llenar a cuarenta personas, de la familia o trabajadores de cuadrilla, con aquel supuesto ajiaco.

Afrenta inaceptable para quien como él conociera días de gloria en la tribu en los ceremoniales y protocolos de los jefes de Estado y que en la Colonia, por sus méritos, del barracón saltó enseguida a ocupar un puesto principal en la mesa del amo; felices, inolvidables días cuya melancolía le mantendrían con los ojos empañados hasta hace muy poco, cuando con la repentina introducción del dólar en el país, recobró su antaño majestad.

No olvidemos que llegó al barracón en el mismo barco negrero que trajo al esclavo. Ni olvidemos que, costando el esclavo un capital y necesitado el amo de que aquella máquina humana de color oscuro que exhalaba un peculiar olor produjera altos rendimientos y se mantuviera útil mientras viviera, cuidaba de su alimentación con la devoción de una madre por su bebé.

Carretas de huevos, aves, bacalao y demás formas de la proteína animal introducía en el ingenio para alternarlos en las comidas de la semana. Así al ajiaco de su negro, a todas las viandas que hemos mencionado, le hacía el amo añadir poderosos y abundantes trozos de carne roja, de carne fresca, carne de res —de la de sus matazones para su comercio de tasajo y cueros salados con piratas y corsarios—, y que es la carne que le da al ajiaco el toque de majestad, la fragancia sin la cual sería un ajiaco de mentiras, un ajiaco falsificado, penoso simulacro propio del ser desdentado por falta de recursos que en el pasado lo comía sentado en el alero de la casa, plato en mano, o hacinado en el cuarto de un solar en taburetes desfondados.

Revolución agrícola

Para su fortuna, entonces para él también llegó la revolución, y el campesino que por falta de tierras para sembrar tenía que hacerlo en las guardarrayas del ingenio, recobró su dignidad humana. Desapareció la anarquía imperante y el Estado entró a cumplir la función basada en leyes científicas que han revolucionado los modos de producción agrícola.

El producto que antes, por su pobreza, tenía que vender aquel paria en su propia patria a precios que le permitían comer al resto de los pobres, alcanzó su justo valor. Satisface hoy ver que una col de una libra puede valer seis o siete pesos, diez o doce un aguacate, hasta veinte pesos una libra de tomate, doce pesos o más la libra de ají pimiento, no se hable de la cebolla, del ajo, mucho menos de la prohibitiva piña, o de la yuca antaño tan cotidiana y hoy gloriosamente exhibiéndose en las tarimas de Tulipán y Bellavista a tres pesos la libra, junto con el boniato a dos y la calabaza a un peso cincuenta centavos.

En cuanto a la carne de res, factor que completa la venganza largamente tramada del rencoroso ajiaco, aquí habría que sentarse a hablar de dólares. Sí señor, de dólares. De modo que a menos que seas extranjero, trabajes en una "Firma", recibas remesas del exterior o tengas en la familia un acaudalado músico negro, no podrías sentarte no ya delante de un ajiaco con el fragante pedazo de carne indiscutible que constituye el sello de su autenticidad, no: ni siquiera podrías sentarte ya delante de un apócrifo ajiaco como los de ayer.

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