Esas voces interiores —que en la actualidad, cualquier siquiatra de provincias trataría con bastante éxito—, sumadas a la muerte de un hijo y al rechazo de los aristócratas, para quien era usted más que molesta, marcaron su destino, que en su primera fase fue peregrinar. Primero se lanzó al santuario de San Olaf de Noruega (no hay más Dios que Olaf) y, más tarde, arrastrando consigo al buen Ulf, a Compostela, siguiendo la ruta de Santiago Apóstol. Si eso es así, menuda vida me espera, porque yo también escuché muchas voces en el interior, e incluso en la capital, que me impelían a espantar la mula, aunque fuera el camino de Santiago, pero al gallego, no al otro de más oscuro congomerado. Comprenderá cómo me sentía yo en ese estado, pues usted anduvo igual, en desacuerdo con lo que veía, y con esas voces dentro, en constante desacuerdo con lo que veía en derredor, lo que la convertía en una disidente interna con cierta voz y ningún voto. Tal vez la voz no le decía: "¡vota!", sino: "¡vete!".Y ahí vamos parejo: pelo suelto y carretera. Los votos los enganchó más tarde, de rebote. Claro que si yo, en el ardiente país de mis malas visiones, le digo a cualquier Magno que necesito peregrinar, me fulmina con la mirada. O con algo similar a una Brígida de Respuesta Rápida. Y si logro agarrar Magnos bajitos, entre la tarjeta blanca, las verificaciones, el inventario para verme hasta la chapilla del alma, el dalepacá y el dalepallá, se me muere el santo. O se me sube, y ya no sería el inefable Santiago, sino Changó con conocimiento.
A la vuelta, no sé si por una desescompostelación estomacal o un mal de época, su esposo Ulf cayó enfermo en Arras. Hizo —"Ulf"— y ahí quedó, dejándole la oreja libre para que sólo escuchara la voz del altísimo, pues él se acomodó bajísimo. Y ahí empezó realmente su brigitiar de bijirita, en el monasterio cisteriense de Alvastra (alvastra sea Dios), donde se quedó cuatro años dedicada a la penitencia, que parece que en su época era un oficio digno y no un castigo, como después se convirtió. Arrodillada, rezando, rezongando, con más pesadillas que Jin Morrison bien colocado. En su disciplina penitenciaria no la he podido imitar, y no porque se me descascare la fe, sino por esta artrosis inmunda que me tiene entre sus más fieles adeptos. Adepto y afuera. Ahí comenzó a asquearle el lujo y el despepite de este mundo, que si tanto Armani, que si el Jiquí o el Cañero, que si el pitusa, que si la Yumurí, que si Gucci, que si Ariguanabo, y lo resolvió simple y con suequedad: fuera catarro, fuera vestidos; y a partir de ese momento se rió del plan jaba, y solamente vistió una burda túnica ceñida con una cuerda. Y ahora me doy cuenta por qué han llegado recientemente las de la Orden que fundó a mi país: allí la mayoría de las mujeres, y qué voy a decirle de los varoncitos, visten parecido, con la túnica ropa que tienen, la soga al cuello, y palante el carro que no paro hasta La Lisa. |