www.cubaencuentro.com Jueves, 13 de noviembre de 2003

 
Parte 1/3
 
Carta a la Madre Teresa de Calcuta
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Incansable, pequeñaja y honradísima Inés Gonxha Bojaxhiu, Madre Teresa de Calcuta:

Acabo de ver su beatificación, que pensé canonización. Es casi como ir a Baikonur y observar cómo lanzan un artefacto al espacio, con la diferencia de que su puesta en órbita, al ser beata y no canon, no la ubica allá arriba arriba entre satélites y estaciones espaciales, sino a un modesto nivel de rascacielos, en lo que se puede llamar un floting leve, una levitación aerostática que roza con los helicópteros y las estelas gaseosas de Superman.

Madre Teresa de Calcuta

Y me he alegrado. Sé que es una alegría medio insulsa, porque le han echado la mitad del hidrógeno, y con eso no se puede ascender más. Es posible que en esa isla mía, islamisma míita y coleando, si la agarra uno que yo sé, pasada por la maquinaria de un ministerio, le habrían dado más cuerpo al globo, y no quiero entrar aquí en cosas físicas, que lo mío es la química. Aunque pequeñita, era como para que luego dijeran que usted se crecía ante las dificultades, y eso queda de lo más bonito.

Así que, como me alegró el domingo más que si hubiera sido rojo —y sepa que no es una puya cardenalicia, a pesar de que al Santo Padre le ha dado por fabricarlos masivamente— comencé a pensar en su persona y en la gran labor que desplegó siendo diminuta, y eso me alentó a todo lo corto de mi cuerpo. Déjeme decirle algo sobre esta actual manía del Papa, que puede convertirse en peligrosa si le salen imitadores. Hacer cardenales así, como churros, es una charranada.

Si en mi país captan la moda, no alcanzará el tejido. El color purpurino ya dicen tenerlo, aunque los únicos autorizados a hacer cardenales —más bien a dejarlos— son la policía y las Brigadas de Respuestas Ríspidas. Si a uno que yo conozco le da por la competitividad, tendremos cardenales de la familia, a uno por barrio. Y a lo que iba cuando me cardenalicé, que fue pensar en usted. Mucho. Largo y tendido en el sofá, que en mi caso sería tendido, pero breve. La vi atareada todo el día, rezando por lo bajo —esto es casi una redundancia, porque usted no podía rezar de otra manera. Todavía si hubiera medido seis pies...— y me hundí en un pantano de humildes reflexiones.

Me sentí más humilde que Matilde, que era una vecina mía de la misma longitud suya, pero menos variada en geografía. La única vez que salió de El Vedado todo estaba cerrado, llovía, y creo que ni El Morro tenía luz, de modo que regresó y se dedicó con solemnidad y ensañamiento a ayudar al prójimo. Y como el prójimo más próximo que tenía a mano era ella misma, pues ahí la verá, de lejos, por allá arriba, en el otro salón, porque no creo que le tocara el suyo, que es de los elegidos, a quienes ahora les dicen "Vips".

Y ya que estamos hablando de humildad, no de humedad —que una cosa es el destino y otra el desatino— no entiendo muy bien cómo sostuvo eso toda su vida. Debe cansar andar de humilde por ahí las 24 horas, los 365 días del año, y no sentirse raro. Todavía si se anda en un grupito donde la gente emula fraternalmente por serlo, pasa y se diluye. Pero en estos tiempos que corren, si uno es humilde, le señalan, se vuelve como raro, y hay hasta quien piensa en otra cosa. Yo lo he intentado, pero me llega a faltar el aire.

Luego, el otro desperfecto es cómo uno sostiene que es humilde a prueba de balas sin que parezca soberbia, o algo psiquiátrico. Fíjese que hasta me lesioné el ego una vez con eso de intentar ser humilde, como si me saliera sin hache. En mi país hicieron una revolución de los humildes y para los humildes. Cuando vi quiénes eran los humildes que ponían a otros humildes a mantenerles la humildad, recogí humildemente los cheles y me fui.

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