www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
Parte 3/3
 
Carta a Eduardo Saborit (I)
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Claro que para grabar nombrecitos enlazados sobre un ácana o un jiquí necesitaría un taladro de medianas proporciones, y el amante recién ilustrado era campesino, no carpintero. Así que tuvo que meter a la fuerza esa planta extranjera cuya virtud más palpable es su facilidad para rimar. ¿O es que aprendió a leer y a escribir en el lenguaje de Madagascar? Vea los despelotes mentales que provoca no conocer a fondo al imprescindible Linneo (No confundir con el Linneo de Guanabacoa, que es otro tipo de entidad).

Al final del tema es que uno se entera que el hombre está pletórico, feliz como una matriz, a pesar de que en el tercer párrafo de su cantaleta ha confesado que: "yo sabía leer en tus ojos/ lo que tu alma me quería decir/ ahora puedo leer en tus cartas,/ ahora empiezo, mi amor, a vivir", que es una declaración muy honda, sincera y que da un tamaño de bola de lo alebrestado y listo que era el guajiro, a pesar de no salir bien en las fotografías, es decir, de su analfabetismo, porque, de un vistazo en los ojos de la dama sabía de qué iba la onda, lo que me hace pensar que ese afán suyo por leerlo en las cartas venía sobrando, o que iba a tener un prometedor futuro como oftalmólogo. Tal vez la niña se llamara Iris y fuera un poco córnea. ¿O es que todo se convierte, sutilmente, en una apología del burocratismo, porque sólo vale lo que viene dicho por escrito?

Menos mal que finaliza el jadeo casi gritando, saturado de letras y cartillamanualalfabetizal (bis): "Ya la patria me ha dado un tesooooooroooo...", que si no se pone fino y remata con la aclaración de que: "he aprendido a leeeeeer y a escribiiiiir", uno redondeaba, malsanamente, la idea de que le habían regalado el flamboyán o framboyán (Poinciana regia), para llevarlo por ahí en la solapa, o hacer lo que le viniera en gana. Como ahorcarse en él si la amada, al final, lo tiraba a mondongo, por muy letrado que fuese.

No quiero sobreabundar en esta dirección, que al fin y al cabo comprendo su entusiasmo. Usted era tan entusiasta como todo el que nace en Campechuela, en el seno de una familia con dotes musicales y luego comienza a ascender en el escalafón nacional pasándose a Niquero, y avanzando imparable hacia la capital del país. La clave de todo creo haberla encontrado en su pertenencia, durante muchos años, al trío Clave Azul. Con esa compañía y con ese color ya se puede esperar cualquier cosa, aunque luego fuera cambiando, como los caguayos y lagartijas, de coloración y coloratura, hasta ponerse más o menos rojo.

Y así llegó el momento de escribir su obra más conocida, que también tiene ciertos granos de discordia en su frasco. Le confieso esto porque cada vez que me enfrasco en su análisis, me salta la tapa, incluso la de los sesos. La canción de marras —o de mirras— es esa que a veces se ha utilizado para cerrar un acto, sea de solidaridad, soliviante, alejamiento o alojamiento y se intitula —bastante erróneamente— Cuba, qué linda es Cuba, cuando su nombre verdadero, el que tuvo al parirse, fue Lejos de Cuba, más peligroso y general de brigada.

Es casi un himno consular, que supera muchas veces a la Guajira Guantanamera, menos solemne en su rumbita. Pero creo que esto merece otra conversa, larga y selena —como los radios rusos—, distendida, decimal y decimonónica. Y así aprovecho yo y traigo mi laúd laudatorio. Tal vez encuentre un framboyán o flamboyán (Poinciana regia) para construirlo. Traeré las cuerdas, cuerdo, si me acuerdo. Que por suerte estamos alfabetizados y salimos preciosos en la foto.

Con el tesoro de mi patria potestad,

Ramón

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