Acorde con Michnik, la división  existente en la política polaca postcomunista es la que ha existido históricamente de Alemania a Rusia: la de los pro eslavos populistas, de una parte, y los pro occidentales urbanizados de otra. Así, en Hungría, existe una dimensión moderna, europeizada, urbana: la representada por los Demócratas Libres, los intelectuales —de estirpe protestante y judía—. Y está la otra Hungría: la católica antisemita, ultranacionalista, la del Foro Democrático de Géza Jeszensky y Jézsef Antall, que aspira a recuperar la Transilvania.

Si bien los cambios para una democracia de mercado en Polonia y Hungría aparentaban ser excelentes en 1990, los tres primeros años de gobierno en ambos países estuvieron en manos de partidos comunistas remodelados. Las reformas de mercado se encontraban cuasi congeladas, la estabilidad política se hallaba en peligro, especialmente en Polonia, y la oposición no comunista estaba más fraccionada que nunca, persiguiendo propósitos xenofóbicos y banales.

Pero este cuadro transcurría con menos complicación que en cualquier otro punto de la región. Por muy cruel e inepto que se condujo el comunismo en Polonia y Hungría, no llegó a la brutalidad del resto de las naciones del Pacto de Varsovia. Ciertas reformas se experimentaron en la Hungría de los setenta, aunque no lo suficientemente atrevidas para ser blanco de la represalia soviética experimentada por los checos en 1968.

Los más cercanos a las reglas del juego

En cuanto a Polonia, el país era demasiado católico para el comunismo, tenía campesinos en exceso y, sobre todo, era extremadamente anchuroso y nacionalista como para someterse a la guía soviética en pos de un "futuro proletario luminoso".

Los checos y los eslovacos, pese a que en ningún tiempo se condujeron como enemigos, nunca fueron amigos. Luego de que la llamada Revolución de Terciopelo consumó la era comunista en noviembre de 1989, el Divorcio de Terciopelo disolvió pacíficamente la vieja federación checoslovaca en enero de 1993.

Es un criterio extendido que en los tres países mencionados (Polonia, Hungría y la República Checa) hay un grado satisfactorio de cumplimiento de las reglas del juego propias de una democracia pluralista, con elecciones libres y —al margen de la provisional excepción, hasta 1998, de la República Checa— alternancia. No han faltado al respecto problemas como los vinculados con las tendencias presidencialistas en la Polonia de Walesa (Polonia se mantiene aún como la fuente mayor de conflictos) o con la debilidad genérica de la sociedad civil, así como la condición poco participativa de los sistemas políticos correspondientes.

La situación económica de los países de Europa central es más halagüeña que en el resto del bloque europeo oriental, con menor influjo de formas de economías subterráneas que en el espacio ex soviético. Aun así, desde 1995 se han hecho valer datos que anuncian resultados menos saludables de los esperados y posibles situaciones de estancamiento.

El principal núcleo de problemas en ese sentido es de nuevo Polonia, donde despuntan la delicada reconversión de la industria y las dimensiones excesivas del sector agrario. La situación social, con el desempleo y el abandono estatal de los beneficios públicos, presenta perfiles delicados que afectan fundamentalmente a la propia Polonia y a Hungría.