www.cubaencuentro.com Jueves, 27 de mayo de 2004

 
  Parte 4/4
 
La insoportable banalidad del mal
Torturas en Abu Ghraib: ¿Cuáles son las lecciones que de esta ignominia pueden aprenderse en cualquier lugar del mundo?
por JUAN ANTONIO BLANCO, Ottawa
 

En ese sentido, el presidente Bush podría considerar que la prisión en Utah, donde murió en 1997 un presidiario que padecía esquizofrenia después que lo inmovilizaron desnudo en una silla de castigo por 16 horas, es parte de esos EE UU que él dice desconocer. Y así podría también descubrir que quien fungía entonces como director del Departamento Correccional de Utah y fue obligado a renunciar por este y otros abusos —Lane McCotter— ahora es director del departamento de desarrollo de negocios de Management and Training Corporation, una empresa que es la tercera más grande en EE UU entre los contratistas privados para operar penitenciarias estatales.

Una de esas prisiones estaba aún bajo una investigación federal cuando McCotter fue seleccionado por el Fiscal General de EE UU, John Ashcroft, para formar parte de un equipo de funcionarios de prisiones, jueces, fiscales y policías enviado a Irak para ayudar a reconstruir el sistema de justicia criminal en esa nación.

El presidente Bush podría hacer uso de esta crisis para investigar no sólo lo ocurrido en Abu Ghraib, sino para disponer también la realización de una revisión nacional —en centros de detención y prisiones estadounidenses, dentro y fuera de su territorio— de las salvaguardas contra estos incidentes. Tal evaluación, finalmente, reconocería el papel de la transparencia del sistema penitenciario y de la importancia de su monitoreo independiente. Ambos constituyen elementos imprescindibles, por los que luchan los defensores de derechos humanos, para prevenir hechos de esta naturaleza en los sistemas de prisiones de cualquier lugar del mundo.

Por una cultura de derechos humanos

Es cierto que cosas similares o peores ocurren en muchos países y regiones, incluyendo al mundo árabe. Pero eso no exonera a ninguno de los violadores de derechos humanos por su conducta, ni minimiza la responsabilidad por la desidia o complicidad de sus superiores. Los activistas de derechos humanos están obligados a monitorear y denunciar sus abusos desde EE UU hasta Arabia Saudita, pasando por Colombia, Sudán, China y Cuba. La ideología y régimen político de los victimarios, sus métodos y la magnitud comparada de sus crímenes resultan irrelevantes a la hora de cumplir ese deber. Los derechos humanos no son un partido político, sino una cultura.

Es por eso que la corajuda actitud disidente de personas como el soldado Joseph M. Darby —o las de aquellos alemanes que arriesgando sus vidas escondieron a miles de judíos cuando Eichmann los enviaba a morir en nombre del Tercer Reich— resulta tan molesta e inconveniente para muchos en cualquier sociedad. El disidente pone casi siempre a la institución a la que pertenece —o a la sociedad en su conjunto— frente a un incómodo espejo donde muchos desearían no verse reflejados. Por eso son generalmente una minoría, en medio de mayorías a las que resultan antipáticas.

Lo insoportable del mal es que, generalmente, no es la expresión patológica de entes infrahumanos. Salvo algún caso excepcional con inclinaciones sádicas, los policías militares estadounidenses en Abu Ghraib eran seres corrientes dispuestos a obedecer a sus superiores. Les habían entrenado para que valorasen la disciplina y la obediencia como la mayor virtud y deber inexcusable, dentro de la institución a la que pertenecían. Y sus superiores les ordenaron ejercer el mal.

Sin embargo, la Historia nos ha enseñado que cuando "la moral" y la "legalidad" vigentes transgreden principios éticos universales, es legítima la desobediencia a las órdenes superiores, aunque ella sea tildada de inmoral e ilegal por las autoridades de turno y la mayoría de los ciudadanos. Los soldados no escapan a esa obligación ética por el hecho de serlo. Por ello existe hoy la Corte Criminal Internacional, de donde la administración Bush decidió retirar a EE UU, al llegar a la Casa Blanca.

Gentes como el soldado Darby son un permanente recordatorio a quienes obedecieron y colaboraron de algún modo con la injusticia y el abuso, de que no estaban inevitablemente obligados a hacerlo. Que se trataba de una opción ética entre el bien y el mal, en la que escogieron el segundo para evitarse pagar las consecuencias de abrazar el primero.

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