www.cubaencuentro.com Jueves, 27 de enero de 2005

 
  Parte 1/2
 
La colonia remozada
El calesero, el comendador y la encomienda: ¿Han identificado los cubanos al castrismo como un episodio de lo Eterno español?
por NéSTOR DíAZ DE VILLEGAS, Los Ángeles
 

La Habana, según reza el prospecto, es "uno de los grandes destinos turísticos para los amantes de la arquitectura colonial". El casco histórico de la ciudad conserva incólume un sector que ha sido descrito como el más perfecto ejemplo de aquella belle époque.

P. Catedral
Cuba: ¿eternamente una colonia?

Gracias a la tenacidad del historiador Eusebio Leal Spengler, la decadencia fue revertida, y cada manzana de La Habana Vieja restaurada, pieza por pieza, a su antiguo esplendor. Paulatinamente, según van arribando las generosas donaciones de la UNESCO, trozos de escenarios coloniales son reimaginados con "disneyesca" minuciosidad. En medio de la depauperación socialista reaparece —bruñida y rampante— una colonia intacta. De entre las ruinas de la modernidad se levanta el espectro del colonialismo, como un ave fénix que resistió las llamas de la revolución.

Leal, el Embajador de Buena Voluntad del Programa de las Naciones Unidas, ha puesto al alcance del viajero nostálgico nada menos que toda una era imaginaria.

Los turistas se pasean por calzadas recién recubiertas de adoquines; se fotografían frente a una fortaleza antigua; entran en una plaza de la época de los Capitanes Generales. Estamos de vuelta en un momento anterior a la República, y La Habana se descubre como la colonia que siempre fue.

Batista odiaba esos edificios viejos. Le encargó al arquitecto Josep Lluis Sert un Plan Piloto de urbanización (1953–1958), que de haberse llevado a cabo nos hubiera dispensado de todo lo que recordara la época en que vivíamos "en cadenas y oprobio sumidos". El maestro catalán tenía en mente, para el casco histórico, una trama postmoderna con circunvalaciones, autopistas y tréboles. El centro de la urbe se trasladaría hacia el Este, al otro lado del túnel, desentendiéndose resueltamente del pasado.

El profesor Rafael Fornés ha repetido que la admirable capacidad de resistencia a los embates de la ofensiva socialista que ha demostrado la ciudad de La Habana debe buscarse en los sólidos fundamentos de la urbe batistiana. Una ciudad más floja no habría sobrevivido. El modernismo habanero, con sus rascacielos y sus vías blancas, es batistiano; y los clásicos de nuestro Modern son los mausoleos del batistato.

Tomó otra revolución y cuatro décadas de socialismo para que el Colonial revival volviera por sus fueros a la ciudad atómica. Leal Spengler borra el legado del futurismo y le superimpone un pastiche de palacios medievales, lacrimosos conventos, caballerizas habitables y plazas barrocas. Mientras la Plaza Cívica degenera en monstruosidad asiria, la de la Catedral cobra vida y recupera la animación burguesa de un cabildo. La urbe moderna que amagó con establecerse durante el batistato cede el lugar al palenque, a la colonia remozada.

El quitrín y el Impala

Víctor Patricio de Landaluze elevó el quitrín a la categoría de tropo de una bella época. La calesa evocaba, en sus grabados, el paso era el paso de un discurrir discreto; y la imagen del coche tirado por obedientes caballos estaba ligada, lógicamente, a la figura poética del calesero. El paseo en coche no sólo descubría el sentido de una frecuencia y la forma de un transcurrir: era, además, el emblema de una manera del ser.

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