www.cubaencuentro.com Jueves, 13 de noviembre de 2003

 
  Parte 4/4
 
¿Cuba con Coca Cola?
Venturas y desventuras del trabajo por cuenta propia. Memoria y presente de un experimento social.
por MIGUEL A. GARCíA PUñALES, Madrid
 

Los aparcamientos de bicicletas comenzaron a florecer, así como las casas dedicadas al almacenamiento de mercancías y de útiles de venta —mesas, sombrillas, etc.—. Muchos hogares de los alrededores comenzaron a facilitar el uso de los servicios sanitarios por un módico precio y con unas condiciones de limpieza, por decenios olvidadas en los pocos lugares públicos que sobrevivían en La Habana.

Los comerciantes, que debían mantenerse hasta once horas bajo un sol de justicia, protegidos sólo por una sombrilla de playa, podían adquirir en su propio puesto de trabajo apetitosos menús, bebidas o aperitivos, servidos por los vecinos de las inmediaciones.

Al progresar la feria, los propios comerciantes crearon con sus ganancias un servicio de seguridad que bloqueaba las acciones de los ladrones —tironeros—, y para ello identificaron al personal encargado de la custodia con una camiseta confeccionada especialmente para ese servicio, y se adquirió un sistema de comunicación inalámbrico que facilitó la tarea de los guardas.

Numerosos diseñadores gráficos comenzaron a ofertar sus productos, tales como tarjetas de presentación, bolsas impresas con logotipos comerciales, cajas de embalaje y los mil y un renglones que pueden complementar una actividad comercial de este tipo. Algunas asociaciones legales en el país comenzaron a ofertar servicios de publicidad en las páginas de sus revistas, y ya se hablaba de contactos directos con asociaciones de comerciantes ambulantes y de ferias de otros países para intercambiar experiencias.

En su casi totalidad, los comerciantes de esta feria eran profesionales universitarios o técnicos medios de alta graduación. Muchos llegaron a decir que ahora estaban en Cuba, pero con Coca Cola. Se equivocaron, eran sólo la élite de un numeroso movimiento social de supervivencia utilizado por el gobierno para sus fines, y que tiene sus últimas gradaciones en el infeliz jubilado que vende los cigarrillos de su cuota para intentar reunir el dinero que lo salve de la inanición, en un país donde sin dólares o sin ingentes cantidades de dinero nacional no se puede siquiera mantener una alimentación básica, digan lo que digan las amañadas estadísticas estatales.

El segundo domingo de mayo de 1995 marcó la fecha exacta del fin del utópico sueño, en el que por enésima vez y por necesidad impuesta cayeron los más activos y emprendedores miembros de la población.

El presidente del Poder Popular en la ciudad paseó con bastante mala cara la feria en toda su extensión. Ya existían referencias de pretextos sobre el supuesto maltrato al inexistente césped, así como propuestas concretas de los comerciantes para pagar la remodelación de toda la jardinería de la calle y su mantenimiento permanente. Los trabajadores por cuenta propia pagaron de sus bolsillos a las brigadas de limpieza que reorganizaban el aspecto del lugar en tiempo récord, a pesar de cotizar impuestos por el espacio público utilizado.

Ese día se comunicó a todos los comerciantes que la feria desaparecía por orden del gobierno. Comenzó un largo camino de dislocación de sus miembros en microespacios, con las peores condiciones y bajo la mirada controladora y ambiciosa de la más grande red de inspectores corruptos de la que se tenga memoria.

Era menester llenar las tiendas vacías del gobierno, darle de comer a toda una burocracia apática y menesterosa, y sobre todo, ayudar a mantener al mismo régimen que generó las condiciones de empobrecimiento del país. Ya se consideraba a salvo la misma dictadura que en 1992 exponía que se necesitaban dos años para sobrevivir a la caída del muro, ¡ni ellos mismos creían poder hacerlo! Llegaba la hora de las tiendas en divisas, de los oficiales reconvertidos en gerentes —con hijos residiendo en el extranjero representando el negocio familiar— de la Cuba con Tropicola.

Y no es que la bebida americana sea algo excepcional. Es que la cubana, confeccionada con azúcar amargo, tiene un sabor algo raro, quizás como la catalogó García Márquez allá por la década de los sesenta. Decía El Gabo por aquella fecha que tenía varios e imprecisos sabores; el mejor de todos, el sabor de las alas de una cucaracha.

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