www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
  Parte 4/5
 
Cuba, la izquierda y la Comisión de Derechos Humanos (III)
¿Otra Cuba también es posible? Los otros y los propios, o la hemiplejia moral de un sector de la izquierda cuando de ideologías se trata.
por JUAN ANTONIO BLANCO
 

Si les preocupa la independencia de Cuba frente a unos EE UU cada vez más unilaterales en su actuación internacional, entonces mejor harían aconsejando a Fidel Castro que se abriera honrada y plenamente a la cooperación multilateral. La seguridad nacional de Cuba no la garantizan los carceleros de su sistema penitenciario, sino la genuina y transparente adhesión a las normas universalmente aceptadas de respeto a los derechos humanos.

La seguridad e independencia nacional cubana sólo podría garantizarla una apertura democrática hacia la voluntad popular, capaz de reconstruir consensos ciudadanos hoy amordazados por leyes y consignas oficiales. Ese camino, y no las ejecuciones sumarias en el paredón de fusilamiento para "enviar mensajes" políticos, alejaría las posibilidades de una intervención, que podría llegar a legitimarse con válidas razones humanitarias si la espiral represiva interna llega a desbordar los límites actuales.

La Habana del siglo XXI no es comparable al Budapest de 1956, ni a la Plaza de Tiannamen de 1989. Si el actual inmovilismo llegase a provocar una explosión social y las autoridades locales la reprimiesen de manera violenta, aunque tan sólo fuese por razón del azar, los acontecimientos podrían escapar a la voluntad de todos los actores —en La Habana y en Washington— a partir de ese instante, dado el contexto histórico y geopolítico en que transcurre el drama cubano.

Además, no debería perderse de vista que la revolución cubana se hizo no sólo por alcanzar la justicia social, sino también por hacer valer la democracia. ¿Por qué entonces se intenta convencer a todos de que la primera —que, por cierto, tiende a evaporarse progresivamente en la Isla— no es compatible con la segunda "mientras exista el imperialismo"?

La obligación de los defensores y activistas de derechos humanos está inexcusablemente con las víctimas —ahora y siempre, en todo lugar y bajo cualquier circunstancia—, cuyos maltratos no pueden dejar de denunciar para evitarles problemas al poder que los ejecuta, sea cual sea su ideología y afinidades con aquél. Poner fin a sus violaciones de derechos humanos y demostrarlo haciéndose transparentes al monitoreo multilateral, es la mejor arma disuasiva con la que puede contar hoy el gobierno cubano frente a cualquier designio amenazador que crea adivinar por parte de EE UU.

Sin embargo, agitar continuamente el espantapájaros de que se está cocinando una agresión inminente y que cualquier crítica resulta por ello inconveniente, ya no convence a quienes han escuchado ese argumento por más de cuatro décadas sin ver mejorías sustantivas en la situación de los derechos humanos en la Isla, en períodos en que el relajamiento de las tensiones bilaterales entre EE UU y Cuba las hubiera hecho posibles. Mucho más cuando, en diversas ocasiones, el máximo líder cubano eligió esos instantes de promisoria distensión para lanzar nuevas acciones que tornaron más difícil cualquier reacercamiento entre ambos países.

¿Derechos económicos y sociales versus políticos y civiles?

Otro artificio con el que se intenta manipular las emociones y el raciocinio de las fuerzas progresistas es el de la supuesta prioridad que hoy adquieren los derechos económicos, sociales y culturales en relación con los políticos y civiles. Decir —como afirman ciertos amigos del gobierno cubano— que los derechos civiles y políticos tienen prioridad secundaria respecto a los económicos, sociales y culturales, y que por ello guardan silencio sobre el caso cubano, es inaceptable después que la Conferencia Mundial de Viena de 1993 declarara que todos los derechos eran inalienables, indivisibles e interdependientes.

Sin libertad de pensamiento, expresión y asociación en organizaciones gremiales y sindicatos independientes, los aludidos derechos, en un contexto de regimentación totalitaria de la política, dejan de ser tales para derivar en un conjunto de servicios poblacionales que la ciudadanía no puede controlar, pero que está obligada a agradecer de por vida a la oligarquía que los otorga, para así legitimar su eternización en el poder.

Ese es un argumento para incautos que puede resultar atractivo cuando hoy existen pocas dictaduras dedicadas a violar abiertamente los derechos políticos y civiles. En esos países de insuficiente democracia formal la defensa de los derechos económicos, sociales y culturales pasa, lógicamente, a primer plano. Pero quien haya estado en una cárcel injustamente ha aprendido a apreciar el valor de esos "derechos burgueses".

Incluso es sabido que en ciertos países considerados formalmente democráticos, sus sistemas judiciales y penitenciarios violan los derechos políticos y civiles de sus ciudadanos —como viene ocurriendo cada vez más en EE UU desde el 11 de septiembre de 2001—, por lo que pretender pasar la atención sobre este tema a un plano secundario es siempre profundamente reaccionario.

Durante muchos años, EE UU junto a otros países capitalistas dijeron exactamente lo inverso y fue una victoria de las fuerzas progresistas de todo el mundo alcanzar el citado consenso de Viena. Tanto Stalin como Mussolini se preocuparon, debido a sus propias razones, por poner en marcha amplios sistemas de salud y educación antes inexistentes. A nadie se le ocurriría defenderlos por ello.

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