www.cubaencuentro.com Lunes, 14 de junio de 2004

 
   
 
Depresión en el mercado de las palabras
Una isla en guerra entre lo gestual y lo verbal: Los mil y un inventos para decir, sin decirlo, lo que se piensa.
por JOSé H. FERNáNDEZ, La Habana
 

No es posible silbar y sacar la lengua al mismo tiempo. Tal vez por ello Atila, rey de los hunos, se limitaba a virar los ojos en blanco cuando estaba cabrón. Otros levantan un dedo —¿querrán arañarle la pintura al cielo?—, o mastican aire o a veces se desmayan. Parece tendencia natural entre los reyes esto de ponerse feos cada vez que algo les sale mal.

F. Castro
Castro: ¿Un gesto, mil palabras o ambas cosas?

Sea por lo que fuere, resulta curioso constatar la forma un tanto obsesiva en que ya no los monarcas absolutos, sino hasta cualquier funcionario categoría zeta acude al manoteo, a la mueca, como recursos de expresión. Y no únicamente cuando están enfadados. En realidad se la pasan gesticulando todo el tiempo, mucho más de lo que hablan, y tampoco es porque hablen poco, sólo que con muy poca variación en el tema. Cabe sospechar que han hecho suyo, a su manera, aquello de que un gesto vale más que mil palabras. Al menos para impresionar a cierto público. Y hasta para meter miedo.

Quien no le haya bajado el audio a su televisor cuando proyectan alguna de esas imágenes de Hitler hablándole a la multitud, o de cualquier otro —menos Atila, que nunca se dio el gusto de actuar ante las cámaras—, no tiene idea de lo inexpresivos y aburridos que fueron Chaplin y todas las demás estrellas del cine mudo.

Pero a lo que íbamos: el uso y abuso del gesto como vehículo para el intercambio digamos de ideas, tanto entre nuestros jefes grandes y pequeños como entre nosotros mismos. También la forma en que tal inclinación está deprimiendo —por lo menos aquí y ahora— el ya maltrecho mercado de la expresión hablada.

Alguien dijo que la palabra es el poder de nuestras manifestaciones esenciales. Lo será por allá lejos quizá, pero en lo que a esta isla respecta, lo esencial hoy, entre los jefes, es el ademán; y entre nosotros, el silencio.

Claro, esto no impide que de vez en cuando hablemos. Mucho menos que hayamos inventado las mil y una mímicas para decir, sin decirlo, lo que queremos decir. Que no por gusto atesoramos largas horas de vuelo en la materia, amén de la proverbial disposición genética que todo el mundo conoce y disfruta, desde el otro lado de la reja.

Lo grave es que ahora mismo el estira y encoge de los brazos, las manos, los dedos, la cabeza, los ojos, la boca, mantenga arrinconada la palabra, la cual, según nos decían antes, es la facultad natural y preeminente de los seres humanos para comunicarse, y es, en suma, lo único que nos diferencia de las lagartijas, aunque no de las cotorras, los loros y los perros con dueños ventrílocuos.

Nuestro obstinado punto en boca

Reconocidos histórica y pintorescamente por hablar con metáforas —eso también solía decirse en otros tiempos—, ahora nos amenaza una cierta metástasis en el aparato fónico que al parecer impide el intercambio de pensamientos entre la lengua y la oreja. Muy en especial cuando se trata de pensamientos contrapuestos a lo que piensa aquel que se supone debe pensar por nosotros.

Otro de los que antes nos arrimaban enseñanzas morrocotudas, dijo que el silencio no es una realidad, sino una imagen. Para él, quiso decir, seguramente. Pues por estos pedregales no hay realidad más palpable, ni más dura, que nuestro obstinado punto en boca. Bajo su protección concreta, que no la de su imagen, pensamos, sentimos, soñamos, esperamos. También con su cómplice auxilio estamos poniendo en entredicho la capacidad de la palabra para expresar ciertas esencialidades. Y claro, con silencio, por más que harto elocuente, vivimos refugiados en la picardía del gesto.

Lo gracioso es que todo sucede justo cuando por acá nos dan la lata —con ademanes tremendistas y con oratoria machacante, por repetitiva— acerca de algo a lo que llaman "Cultura General Integral".

Miren para eso. Antes solía afirmarse que el progreso cultural de los pueblos y su acceso a las vías de comunicación más plenas, se manifiesta, en principio, mediante la buena salud de su lenguaje hablado, en el enriquecimiento del léxico común, en la constante recreación de viejos y nuevos vocablos, siempre ingeniosos, ocurrentes, atrevidos, inteligentes, creativos, en tanto libres y espontáneos.

El caso merece una mueca definitoria. Lástima que no sea posible silbar y sacar la lengua al mismo tiempo.

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