www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
   
 
La pequeña gran diferencia
Si EE UU reconoce que la pócima del mercado empezará pronto a surtir sus efectos en China, ¿por qué su política hacia Cuba se basa en las restricciones económicas?
por FARID KAHHAT, México D. F.
 

Cuba es un país en el que la libertad de expresión, al igual que la carne y el jabón, es un artículo suntuario, codiciado por su escasez. Para todo efecto práctico, las únicas organizaciones sociales toleradas por el régimen son aquellas creadas por el propio régimen. Y denunciar ese estado de cosas puede significarle a uno hostigamiento y prisión. Según versión oficial, el propósito del embargo estadounidense contra Cuba es precisamente el de revertir tal estado de cosas.

Billetes
China: ¿cuestión de tiempo?

El respeto a los derechos humanos y un proceso de apertura política en países donde prevalecen regímenes autoritarios, me parecen, en principio, objetivos dignos de encomio. Sin embargo, cabría preguntarse por qué Estados Unidos espera alcanzar esos objetivos mediante una campaña de embargo comercial y cerco económico en el caso de Cuba, y mediante una política de apertura comercial y promoción de inversiones en el caso de China.

Especialmente si se tiene en cuenta que la imagen del régimen cubano podría resultar francamente benigna si se contrasta con el frondoso prontuario del régimen de Beijing en materia de derechos humanos (China da cuenta del 70% de las ejecuciones judiciales en el mundo, parte de ellas por motivos políticos y todas ellas sin garantías de debido proceso). Y ello sin mencionar el hecho de que la política exterior china ha desplegado en ocasiones toda la gracia y sutileza de las que haría gala una estampida de elefantes (amenazas a Filipinas por la disputa de unos arrecifes, maniobras intimidatorias frente a las costas de Taiwán, venta indiscriminada de misiles con capacidad para portar ojivas nucleares, etc.).

En su origen, el argumento en favor de mantener frente a China un perfil bajo en lo político, mientras se le concede el status de "Nación más favorecida" en su intercambio comercial con Estados Unidos, se basaba en dos supuestos: primero, que el aislamiento político hubiese reforzado la posición de los sectores más intransigentes del liderazgo chino, en tanto les hubiese permitido azuzar el espectro de una amenaza exterior con el fin de cohesionar mediante la represión el frente interno. Curiosamente, tal vez la mejor prueba de la veracidad de ese supuesto sea el longevo régimen de Castro, al cual desde hace más de cuarenta años Estados Unidos pretende derrocar precisamente por la vía del aislamiento político y económico.

El segundo supuesto en el que se basa aún la política norteamericana hacia China tiene que ver con el rédito político que traería consigo la libertad económica. Se asume que una vigencia prolongada de los mecanismos de mercado, aun si ésta es restringida como en el caso de China, está creando riqueza para agentes económicos que encontrarán en ella una fuente de poder independiente del Estado.

Ello permitiría el desarrollo desde la sociedad de una red de organizaciones autónomas, las que al cabo de un tiempo empezarían a reivindicar derechos políticos. Ante la disyuntiva de acoger o suprimir esas demandas, el Estado optaría por acogerlas, dado que el crecimiento sostenido de sus ingresos dependería en lo esencial de preservar las condiciones económicas que hicieron posible el desafío político que ahora enfrenta.

Aunque poco de lo ocurrido desde la masacre de Tiananmen sugiere que los líderes chinos encuentren ese argumento particularmente persuasivo, quienes lo esgrimen aún sostienen que es sólo cuestión de tiempo antes de que la pócima del mercado empiece a surtir sus efectos.

Nuevamente, lo curioso del asunto es que si Estados Unidos asume que, tarde o temprano, el comercio y la inversión habrán de impulsar un proceso de liberalización política en un país de proporciones continentales como China, debería también asumir que esas fuerzas serían capaces de impulsar mucho más temprano que tarde un proceso similar en una pequeña isla ubicada a noventa millas de sus costas.

Lamentablemente, estas paradojas lo son sólo en apariencia. En realidad, la política estadounidense hacia esos países persigue objetivos diferentes. Y no es que la democracia y los derechos humanos no ocupen un lugar en la agenda exterior de Estados Unidos, pero cuando se trata de Cuba y China, ese no parece ser un lugar particularmente encumbrado.

En el caso de Cuba, las decisiones del gobierno estadounidense obedecen a razones de política interna antes que a prioridades de política exterior: gracias al denodado esfuerzo de las huestes antediluvianas dentro de la comunidad cubanoamericana, de congresistas como Dan Burton (coautor de la inefable ley que lleva su nombre), de funcionarios pintorescos aunque prominentes como Roger Noriega, y de un sector del establishment de seguridad estadounidense, la política hacia Cuba se ha convertido en un fragmento supérstite de la Guerra Fría, y no parece obedecer a otra lógica que no sea el atavismo vesánico de esos personajes.

En el caso de China, los escrúpulos ceden ante el pragmatismo antes que la insania. Como dijera en su momento el padre de George W. Bush, el régimen chino hace cosas terribles, pero puesto el asunto en perspectiva, China es demasiado importante para los intereses económicos y geopolíticos de Estados Unidos como para permitir que su política hacia ese país sea rehén de esa conducta. En otras palabras, el predicamento de Cuba no se debería al hecho de ser un país gobernado por un patriarca otoñal, sino a la infortunada condición de no ser sino una pobre y pequeña isla del Caribe.

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