www.cubaencuentro.com Viernes, 16 de mayo de 2003

 
Parte 1/2
 
Una trepidante farsa con fondo de tragedia
Humor, política, erotismo, personajes reales y ficticios y una intriga policial se entremezclan en la primera novela de Antonio Orlando Rodríguez.
por CARLOS ESPINOSA DOMíNGUEZ, Miami
 

En Aprendices de brujo (Alfaguara, Bogotá, 2002), su estreno como novelista, Antonio Orlando Rodríguez nos conduce a lo largo de casi quinientas páginas, por las innumerables y vertiginosas peripecias por las que atraviesan sus dos protagonistas. Es lo que Mario Vargas Llosa ha llamado "el laberinto de la novelería", término que aplica a los textos narrativos que reivindican el despliegue imaginativo y la fabulación sin fronteras. En ese sentido, Aprendices de
Aprendices de brujo
brujo
es una novela cuya lectura resulta subyugante: una vez que se empieza no se puede abandonar. Rodríguez demuestra que es un estupendo contador de historias y que además sabe hacerlo con tanta inteligencia como amenidad, algo impagable en tiempos en que muchas veces literatura de calidad y aburrimiento suelen venir indisolublemente unidos, como si fuesen hermanos siameses.

Los protagonistas de la novela son dos adinerados dandis de Bogotá, Wenceslao Hoyos y Lucho Belalcázar Reyes. La trama se desarrolla entre octubre de 1923 y febrero de 1924, y tiene como escenario dos ciudades entonces muy diferentes entre sí: la provinciana, moralista y tradicional Bogotá, y la moderna, atrevida y cosmopolita La Habana. Los dos jóvenes viajan a La Habana para realizar el sueño dorado de Wen: asistir a las representaciones que la mítica Eleonora Duse ofrecerá en el Teatro Nacional y, de ser posible, entrevistarla. Durante su estancia, tienen numerosas ocasiones de corroborar lo que la célebre diva italiana les comenta sobre La Habana: "Es más que una ciudad con alma: es una esencia, un modo de ser y estar". Y también para comprobar una afirmación que habían escuchado muchas veces: "que los hombres cubanos son divinos".

Lucho lleva además el encargo de su familia de encontrar a Misael, el tío suyo que era el miembro díscolo y vergüenza del clan Reyes. Tras varios años de silencio, sus hermanos recibieron una carta de él donde les pide una cuantiosa suma de dinero que necesita con la mayor urgencia. En La Habana los dos jóvenes vivirán las más insólitas peripecias, que los arrastrarán sin respiro a verse implicados en un misterioso y brutal crimen, a asistir junto con la mismísima Eleonora a un toque de tambores en honor de Babalú Ayé, a un homenaje a Lenin que termina en una batalla campal entre comunistas y boicoteadores, a un fastuoso baile de disfraces, y, por supuesto, a orgías interraciales con blancos, negros y mulatos. Farsa, política, erotismo, personajes reales y ficticios, ingredientes sobrenaturales y una intriga policial se entremezclan en un libro que se lee y se disfruta como una novela de aventuras.

Sin pretender en ningún momento ser una novela histórica, Aprendices de brujo ofrece además una magnífica recreación de una época, la de los "locos años veinte". La novela está repleta de datos, referencias a hechos ocurridos en ese período e ingredientes costumbristas, que contribuyen a dar autenticidad al trasfondo histórico donde se desarrolla la trama, pero sin que el rigor documental lastre la narración. Sólo se permite en ese aspecto un anacronismo, al presentar una fisonomía del habanero Paseo del Prado que éste aún no poseía. Su argumento para justificarlo es muy convincente: "Como me pareció terrible que Wenceslao y Lucho no pudieran conocer El Prado con sus leones de bronce y sus farolas, decidí adelantar un poco la remodelación de la alameda". Similar criterio de recreación y no de reconstrucción sigue Rodríguez con los personajes reales que hace intervenir en su libro, a los que trata y pide sean vistos como entidades de ficción. Eso le permite crear con plena libertad escenas tan deliciosas como la animada charla que sostiene, durante el entreacto de una de las representaciones de la Duse, un grupo de damas y caballeros, entre los que figuran Francisco Ichaso, José María Chacón y Calvo, los hermanos Dulce María, Flor y Carlos Manuel Loynaz, y un imberbe periodista de la revista Social que hablaba arrastrando las erres, llamado Alejo Carpentier. Por supuesto, se trata de diálogos y situaciones inventados por el novelista, pero que bien pudieron haber ocurrido más o menos así.

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