www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 2/5
 
Barcelona: Crónica de los solares
El escritor Manuel Pereira regresa a Cuba después de doce años. Con el paso del tiempo, La Habana se ha convertido en una ciudad ajena y poblada de fantasmas.
por MANUEL PEREIRA
 

Y así, en ese estado de ánimo, fui a La Habana, como quien va a Comala, para ver a mi madre al cabo de doce años. Pero al percatarme de la mirada vaga y ajena con que me escrutaba el rostro, comprendí que para ella yo me había convertido en un fantasma. En su viejo costurero de cuando era modista guarda desde hace más de una década mis fotos junto a un revoltijo de carreteles de hilo, centímetros, dedales, tijeras... Todos los días, como Penélope, las baraja, mirándolas una y otra vez; duerme rodeada de otras fotos mías clavadas con alfileres en la pared, pero aún así, a pesar de tantas imágenes, no llegó a reconocerme cabalmente ni cinco minutos seguidos.

Yo no era más que una aparición vagando entre formas espectrales y muertos vivientes. Cuba, Comala... ambas pertenecen a la región de los muertos.

Durante cuatro días me sentí extraviado, ofuscado, mientras recorría —casi como un zombi— los sitios sagrados de mi infancia, en particular los solares de mi Habana Vieja. En cubano se le dice "solares" a las casas de vecindad donde viven los más pobres, hacinados como sardinas en latas, y cuyos inodoros, duchas y fregaderos colectivos están instalados en los patios.

Tengo el honor de haber nacido y crecido en una de esas cuarterías, al pie de la Loma del Ángel, en el mismo corazón de la Habana Vieja. Y lo primero que hice —después de besar a mi madre— fue ir a tocar esas piedras del recuerdo.

Ante todo fui a lo alto de esa loma, a la Iglesia del Ángel, donde me bautizaron. Y cuando salí del templo y empecé a bajar esa loma que es mi única y verdadera patria, de pronto sentí pasar por mi lado una exhalación: una ráfaga de niños montados en sus trepidantes chivichanas bajaba raudamente por esa pendiente asfaltada, rumbo a mi casa natal. Pude oír lo que sólo otro fantasma puede oír: sus estridentes carcajadas, sus malas palabras, sus escupitajos, sus vociferaciones, sus broncas a piñazos… allí estaban, tirándose piedras, Chicho Carduli, Burt Lancaster, Callejita, Malanga, Cara Sucia, Marcelino Cabeza de Platino...  mi mujer, que iba detrás filmándolo todo con la cámara Sony, no oyó ni vio nada de eso, ni tampoco pudo grabarlo; y cien metros más abajo, ya en la segunda cuadra de mi calle natal, oí el imperceptible chasquido de la tijera de Cuco el Barbero (q.e.p.d.), y el repiqueteo de las monedas con las que de pequeños solíamos improvisar nuestras "rumbitas" en la carrocería niquelada de las máquinas americanas de finales de los cincuenta. Fantasmas, fantasmas... no puedo enumerar aquí todo lo que oía, veía y sentía, a cada paso, mientras bajaba por esa bendita Loma del Ángel.

Y al entrar en Cuarteles 12 —el solar donde transcurrió mi niñez— encontré allí, en medio del patio, una pareja de almas en pena bailando: Evangelina Brindis de Salas con su marido —esos dos negros que fueron como mis segundos padres—, sí, allí estaban, como de costumbre, bailando un guaguancó para mí: ella con sus collares de santería y fumándose un tabaco, él con su media de mujer puesta en la cabeza. Eso Mery tampoco pudo filmarlo. Mucho menos el olor del fufú de plátano que antaño salía por las ventanas de todas las cocinas de aquel solar, ni otros efluvios que ahora me rodeaban: la crepitante fragancia de los plátanos maduros fritos, los hervores del arroz congrí, las vaharadas de la ropa vieja, del tasajo, y mil emanaciones más: la lejía de la ropa colgada en el patio, como fantasmas goteando lágrimas de almidón a pleno sol, en medio del estallido multicolor de vitrales ya desaparecidos... yo oía voces y susurros y canciones y risas y palabrotas extraviadas en el tiempo, entreveradas, arremolinadas; unas venían de la bodega de la esquina (que ya no existe), otras de la oxidada escalera de caracol que conduce a la azotea, otras del solar de al lado, otras del fondo de mi corazón: todas venían de Comala. Y por eso mi mujer —que es española— no oía, ni veía nada de esto, a pesar de su sofisticada camarita Sony, porque ella está viva y yo estoy muerto. Porque el exilio es la muerte y, a veces —sólo a veces— la resurrección.

1. Inicio
2. Y así, en ese estado...
3. Bebí agua en la pila...
4. Tenía poco tiempo...
5. El 50% de la población...
   
 
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